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Maldición de barro

Miguel Correa


Javier lleva cinco horas caminando por la espesura de la selva. Una pesada mochila entorpece su avance y se enreda con la vegetación. Ha llovido las últimas horas, pero el sol de mediodía logra atravesar los pocos espacios entre las hojas de los infinitos árboles. Está totalmente empapado, apenas ha comido y las gotas de sudor caen por su nariz. Durante todo el viaje presiente que lo observan, sabe que es una zona con presencia de la guerrilla y que puede que le estén pisando los talones. Se detiene en un punto y retira la maleza que oculta la entrada a una mina de oro. Deja su mochila en el suelo y saca con cuidado cuatro muñecos de barro cocido. Enciende una linterna y se adentra en las tinieblas de la caverna. Se arrastra con dificultad hasta llegar a una pequeña corriente de agua subterránea y piensa:

—No puedo creer que esté haciendo esto. Toda la culpa es de estos malditos muñecos. Debo regresarlos a donde pertenecen.
Deja las pequeñas esculturas en una grieta y sale de la mina. Siente que se ha quitado un peso de encima, pero no porque dejara las esculturas, más bien como si se hubiera desprendido de una maldición que lo acosaba. 

Hace un par de semanas su esposa Silvia falleció. Una enfermedad acabó con su vida en un mes. Había hecho de todo para que ella recobrara la salud. Cuando los tratamientos de los médicos no lograron avances, recurrió a la magia. Aun así, ni chamanes ni brujas lograron sacar el mal que día a día sumía a Silvia en la muerte. La locura se apoderó de Javier, culpó de todas sus desgracias a unas figuras de barro que encontró en su mina de oro.  

Dos años atrás su amigo Guillermo apareció en la constructora donde trabajaba Javier. Los dos habían estudiado Ingeniería Civil en la Universidad de Medellín, sin embargo, Guillermo se salió de la carrera un año antes de terminar y se dedicó a hacer negocios por varios pueblos de Antioquia. Por otro lado, Javier consiguió rápidamente trabajo en una constructora gracias a que su padre también trabajaba allí. Llevaban diez años sin verse y celebraron el reencuentro con un par de cervezas. 

—No has cambiado nada, Javier. Imagino que seguís igual de responsable y aplicado.

—Tú tampoco has cambiado y por ahí me contaron que te está yendo muy bien con los negocios.

—Eso es gracias a la virgencita que me ha ayudado mucho en todas mis empresas.

—Vos siempre con tu devoción y tus supersticiones.

—Mi Dios sabe cómo hace las cosas. De vez en cuando un poquito de fe no está mal pa’ enfrentarse a las pruebas que pone la vida.

Se quedan los dos un momento en silencio y Javier repara:

—¡Ah! Vos sabés que yo no creo en esas pendejadas, yo soy más práctico, más científico, ¿Sí me entendés? Yo no necesito supersticiones. A todo esto, ¿qué te trae por Medellín?

—Hermanito, pues yo lo que le quiero ofrecer es un negocio. 

Imagínese que ando buscando un socio para comprar una mina de oro por el suroeste. Ya la fui a visitar, allá está la plata, parcero, nos vamos a volver millonarios. 

Javier pensó en la propuesta de Guillermo un par de semanas. Estaba recién casado con Silvia pero aún vivían con su papá. Tenía ganas de conseguir una casa para hacer su vida y crear una familia. Le daba algo de confianza tener un trabajo ya estable y decidió tomar el riesgo. Se contactó con Guillermo y compraron la mina. Poco después de empezar los trabajos de extracción, los dos socios se dieron cuenta que la guerrilla controlaba territorios cercanos. 

A pesar de la cercanía con la guerrilla, todo marchó excelente. El primer año sacaron bastante material y ganaron mucho dinero. Javier abrió varios negocios y compró la casa que deseaba su mujer. Pronto Silvia le daría la noticia de que esperaban a su primer hijo. En cambio Guillermo se dedicó a viajar y a vivir una vida de lujos, pero no descuidó nunca la administración de la mina. La mina de oro parecía un río cuyas aguas nunca se secan, pero en determinado momento, la montaña dejó de dar leche a sus explotadores. 

Un día, mientras los trabajadores excavaban, encontraron unas figuras pequeñas de no más de cuarenta centímetros de alto. Eran unas piezas de artesanía indígena muy bellas, trabajadas al detalle. Javier estaba en la mina cuando las sacaron de las profundidades, se alegró mucho al saber que habían hallado unas piezas antropológicas invaluables. Las pequeñas estatuas representaban a una matriarca con una corona de plumas; otra de ellas simbolizaba a un niño pequeño; otra aparentaba ser un guerrero con una mirada desafiante y portaba una maza de arma, la última figura parecía ser un animal antropomórfico, difícil de determinar. Javier las llevó para su casa y se las dio como regalo a su mujer. Silvia apenas las vió se enamoró profundamente de ellas. 

Tiempo después, Silvia se despertó de un sueño inquieto con unos punzantes dolores en el vientre. Estaba embarazada de siete meses y el feto se movía de manera anormal. Le avisó a Javier, quien la llevó de inmediato al hospital. Después de unos exámenes el médico les comunicó la trágica noticia de que su hijo había muerto. Entre lágrimas, Silvia le decía a Javier que había soñado la noche anterior con la pequeña figura del niño que encontraron en la mina. En un principio Javier no sabía cómo tomarlo, estaba también devastado por la pérdida, pero Silvia no paraba de repetirle todos los días que la culpa había sido de esos muñecos. 

Después de la prematura muerte de su hijo, Javier tuvo que enfrentarse con varias extorsiones. Poco a poco sus negocios fueron decayendo hasta el punto de venderlos. Además de eso, la mina dejó de producir. A medida que rompían la roca, el oro dejó aparecer y solo se encontraron con barro y roca muerta. Guillermo, al verse también en aprietos económicos habló con Javier sobre cómo podrían solucionar su situación.
—Si no sale más oro de esa mina nos va a tocar hacerle rezos a eso. Vea Javier, no se preocupe que yo conozco un señor que es chamán que nos cobra bien poquito y nos hace el milagro, espere y verá. 

Javier se rehusó sin contemplación. Estaba harto de que Guillermo confiara su suerte en los rituales de brujas o chamanes. Discutieron porque Guillermo no ofrecía ninguna solución razonable y porque Javier no estaba pendiente de la mina, que estaba más preocupado por su mujer y sus negocios. Luego de separarse, Guillermo contrató por su cuenta al hechicero al cual le tenía completa fe para revivir sus negocios. Una semana después, tras excavar unos metros más, los operarios notificaron a los socios que habían encontrado una pequeña beta que probablemente sería su última esperanza. Guillermo viajó al lugar después de que le dieran la buena noticia, pero en el camino un grupo de guerrilleros lo atrapó.  
Durante el secuestro le preguntaron por la ubicación del yacimiento. Guillermo resistió como un guerrero y no lograron sacarle la información. Lo único que salió de su boca fue el nombre de su socio y luego le dispararon en el pecho. 
 
Tras la trágica noticia del asesinato de su socio, Javier vio cómo la desesperación se apoderó de su razón. Todos sus esfuerzos por tener las cosas bajo control fueron inútiles. Javier cambió mucho durante los últimos días de vida de Silvia. Empezó a leer libros de ocultismo y embriagó su juicio con rituales para sanar o para recuperar la prosperidad. Cada vez que lo hacía, se sentía ridículo, pero a medida que su esposa empeoraba, se volvía más obsesivo. Todo su raciocinio se fue agotando y cada vez sentía que hacía las cosas más por instinto que por su propia voluntad. 

La noche del entierro de Silvia sonó el teléfono en la casa de Javier. El chamán que contrató Guillermo lo estaba llamando, pedía que se vieran a la mañana siguiente. Cuando se conocieron él le dijo que la causa de todas sus desgracias era una maldición que tenían las figuras que extrajo de la mina. El hechicero insistió en que Javier debía regresar las figuras personalmente y que debía hacerlo en solo. Que debía purificarse de la profanación que le había hecho a sus ancestros. Dos días después Javier preparó su mochila, empacó a los muñecos y marchó con algunos víveres para la selva. 

La mina quedaba a unas siete horas a pie por la selva desde el pueblo más cercano. Javier caminó desde muy temprano y sintió durante todo el trayecto que lo observaban. A medida que caminaba solo por la selva fue recuperando poco a poco la razón. Cuando el cansancio lo hacía detenerse para tomar aire, no podía evitar sentirse como un estúpido. Cómo había llegado al extremo de creer en la magia y en supersticiones como única solución a sus problemas. Por un momento consideró abandonar su carga allí a medio camino, pero un profundo miedo a lo desconocido se adueñó de él y continuó la marcha. 

Después de enterrar la maldición, el camino de regreso se percibía innegablemente más ligero. Con unas energías renovadas y con la esperanza puesta en que su vida se repararía un poco, aun después de perder a Silvia. Unos pocos metros después de abandonar la mina la selva se sumió en un silencio artificial. No había duda, Javier no estaba solo. Entre la melaza unos varios ojos detuvieron en camino de Javier y en pocos segundos estuvo rodeado por varias personas armadas. El único que pudo distinguir entre tantos rostros hostiles fue la cara del chamán que dijo a sus demás compañeros:

—Bueno ya sabemos dónde está la mina. Ya lo pueden matar.