Me levanto temprano. Estoy tan nerviosa como la primera vez que fui al campus. Abro el link azul que he recibido en mi celular y completo el informe rutinario de salud. Llevaba meses añorando este día: caminar hasta la Universidad con mi libreta en la mochila, cruzar la plazoleta hacia el salón a eso de las ocho y media de la mañana, escuchar –ya no mediada por un aparato luminoso– la voz de mi profesor emocionado al hablarnos del mundo griego, poder intercambiar con mis compañeras la fascinación que nos producen los relatos –con tan solo cruzar una mirada–.
Completo el protocolo de ingreso, la toma de temperatura, el lavado de manos. Siento otra vez el peso del morral sobre mi espalda, el sol me pega contra el cuerpo y me calienta la cabeza, las manos me sudan un poco: estoy algo nerviosa de regresar. Otros como yo cruzan los torniquetes y miran asombrados lo que encuentran del otro lado: la plazoleta sigue allí donde la dejamos meses atrás. El campus nos saluda, luminoso, como la primera mañana de nuestro primer día de universidad.
Camino despacio, curiosa de saber lo que será encontrarme otra vez con mis profesores y compañeras de manera presencial. Hace un año no podría haber imaginado que este sería uno de los más utilizados y añorados adjetivos que entrarían a hacer parte de mi repertorio de palabras. El mundo cambia, y con él se renueva no solo el sentir del cuerpo que vuelve a estar en movimiento, sino también las palabras que hoy utilizo para nombrar este mundo que empezamos a re-conocer.
Un ser pequeño, peludo, rojizo se me acerca corriendo con un fruto verde, a medio ruñir, entre las patas. El árbol de mangos de la entrada ha derramado sobre el suelo una gran cantidad de frutas maduras que hoy esta ardilla parece que me quiere compartir. Un trío de flores me roba la atención mientras camino del bloque 30 a la cafetería. A los pies de la ceiba, con las cabezas bien levantadas y los pétalos abiertos, rosadas, sorprenden al transeúnte desprevenido que mira al suelo. Regresar me ha devuelto no solo la posibilidad de la palabra liberada del micrófono, del encuentro inesperado con amigos que había dejado de ver hace ya días, sino que me ha traído la sorpresa de un sentir renovado, como quien mira por primera vez.
Ahora mi cuerpo está más atento, no solo a los protocolos que debe seguir, sino también a cada movimiento que pone en marcha y que lo rodea. Miro alrededor; pongo especial atención a lo que hago con mis manos luego de sacar mi billetera, antes de tocarme los ojos, después de haberlas puesto sobre la mesita del salón, antes de agarrar una manzana y llevármela a la boca. Observo, con más detenimiento, lo que ha pasado con los lugares que habíamos dejado de habitar: miro a las flores que ha derramado el guayacán rosado mientras estábamos fuera, a los azulejos tomar el sol sobre las ramas del carbonero; observo, sin querer moverme de ahí, cómo se enredan las orquídeas y bromelias alrededor de las ramas de los pimientos. Me detengo en la palabra que he usado para nombrar este árbol.
¿Aún nos prestarán su nombre como topónimo para referirnos al lugar donde antes solíamos encontrarnos los estudiantes afuera del bloque 30?