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Opinión / 05/11/2020

Las elecciones en los Estados Unidos

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​​La estrecha competencia en la carrera electoral por el poder en los Estados Unidos, y el curso que parece estar tomando su definición, suscita por lo menos tres reflexiones: la primera, acerca de la polarización que se ha profundizado en la política norteamericana; la segunda, sobre las estrategias políticas partidistas, y su papel en la democracia; y la última, acerca de la imperfección de las reglas de juego, y la legitimidad para abordarlas.

La polarización no es nueva pero, sin duda, ha alcanzado cotas importantes. Ha movilizado electores como nunca antes, superando en estas elecciones los 143 millones de votos, cuando el máximo histórico estaba en 136.6 millones; esos electores parecen cada vez más dispuestos a defender sus ideas incluso con actos violentos, llevando a inusitadas previsiones, como la de comerciantes de la Quinta Avenida en Nueva York tapiando sus ventanas el día de las elecciones; y se ha consolidado en un ambiente de intransigencia, en el que nadie parece querer entender a su contrincante, y en el que es inútil buscar consensos fáciles en muchas áreas de la política y la economía.

La polarización refleja lo que en algunos círculos se ha denominado el “descontento" con el capitalismo: una percepción cada día mas generalizada de que el sistema está sesgado a favor de algunos, defraudando las expectativas (a menudo imprecisas) de muchos. Ese descontento impulsa proyectos populistas, y moviliza fuerzas sociales que, en la defensa de sus intereses, radicaliza sus discursos y sus conductas.

Las transformaciones estructurales que viven nuestras sociedades, como la digitalización de los contenidos, la potencial robotización de los trabajos, y el modo descentralizado de comunicarnos y compartir opiniones, contribuye a la radicalización, en el un mundo en el que cada quien oye sólo lo que quiere oír, y se fractura la legitimidad de los discursos.

En ese ambiente polarizado, el papel de los líderes se acrecienta, para bien o para mal, así como también su capacidad de implementar políticas partidistas radicales, que fortalecen su posición ante ciudadanos desorientados que se sienten defraudados. Se tiene la sensación de que los temas esenciales de discusión pública se rebajan a pugnas partidistas, en las que importa más imponer las ideas más que resolver temas urgentes de la agenda pública: el sistema de salud norteamericano (Obama Care, por el presidente que lo implementó) parece ser un buen ejemplo de ello, pero también los temas migratorios, o las políticas nacionales en el concierto internacional.

La radicalidad de los líderes despierta un temor más fundamental: que el sistema democrático norteamericano sea incapaz de gestionar los disensos, y se llegue a situaciones de hecho que amenacen la supervivencia del que ha sido ejemplo para todos los sistemas democráticos del mundo.​

Y por supuesto, ello amenaza incidir también en la forma como se analizan las reglas del juego, y la manera como se actúa frente a sus imperfecciones. Se avecina, cualquiera que sea el desenlace del proceso de escrutinio, una avalancha de demandas y de acciones judiciales que, de prosperar, pueden revertir el resultado de las elecciones. Ello es legítimo, aunque es lamentable el que importantes elementos del sistema electoral (como el voto por correo) sean tan disputables, especialmente cuando esas disputas obedecen a orientaciones exclusivamente partidistas, que derivan de la pregunta acerca de si le conviene o no al partido ese tipo de votación.

Pero la pugnacidad existente. La radicalidad de los líderes despierta un temor más fundamental: que el sistema democrático norteamericano sea incapaz de gestionar los disensos, y se llegue a situaciones de hecho que amenacen la supervivencia del que ha sido ejemplo para todos los sistemas democráticos del mundo. Ojalá estemos lejos de esa posibilidad, y que la democracia americana, tan emblemática hoy como lo fue en los tiempos de Alexis de Tocqueville, supere las fisuras que se han hecho perceptibles y que la harán vulnerable en los tiempos que se avecinan.

El capitalismo, hay que repetirlo, es el sistema más poderoso que la humanidad ha inventado para producir progreso social y bienestar, pero enfrenta, como cualquier arreglo instituciones, los retos que le imponen cambios disruptivos, como los que ahora vivimos. La democracia (la peor de todas las formas de gobierno, excepto todas las demás, como decía Churchill) ha sido la herramienta por excelencia con que hemos gestionado los disensos. Su debilitamiento, debilitaría también nuestra capacidad de generar progreso y bienestar. 

Última modificación: 05/11/2020 12:42

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