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El Cacique

Juan J. Mesa

grafiasdeunsofiante.com

Enredado entre las calles del Centro, un brujo trabaja para la gente.

La Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia dictaba algunos de sus cursos en la Antigua Escuela de Derecho. Los abogados insisten que fue esa –y no la Escuela de Medicina– la cuna de la Universidad, auspiciada por Simón Bolívar en 1827. En aquel edificio neoclásico, diseñado por el belga Goovaerts hacia los años en que Neruda publicaba Imperial del Sur, yo recibía el curso de Semiótica. Una mañana de marzo me hallé atrapado en un tumulto frente a la Iglesia San José –en aquellos días el tranvía de Ayacucho apenas se reconstruía y el paso peatonal quedó reducido a escasos metros– cuando una mano rozó mi pierna. Sorprendido, la extrañeza me hizo recibir, sin apenas fijarme, el contenido que albergaba. Cuando alcancé las escaleras de la estación Parque Berrío revisé entre mi puño: al desdoblarlo asomó una hoja rectangular que decía, en una tipografía elemental y roja: Amores Rebeldes. Doblego y amarro a la persona que ama para que se tienda a sus pies hasta que usted lo desee. 

El resto del panfleto contenía números telefónicos y una dirección hacía el edificio Los Katíos. Me reí, pero guardé el volante como separador entre las páginas de Viaje a pie. La hechicería me era del todo extraña, apenas había leído La Bruja de Castro Caycedo para tener noticia de      trabajos y encantamientos que se hacían en los pueblos de Antioquia. Cuando conocí las historias d’embrujos y espíritus enconados me maravillé; el uso de sal trasnochada y caléndula para curar males de ojo me resultó pintoresco. Sin embargo, siempre lo pensé como fábula, palabras dedicadas al orbe de la ficción. 

Juan Diego César, de otros cronistas que escribieron en los tiempos de la Conquista, contó la leyenda de los Catíos. Como en las épicas de Micenas y Esparta, hubo en las tierras de la Colombia andina un rey mítico: Anbaibe, quien curó la soledad del dios Chocó al ofrecerle desposar a su sobrina, la princesa Mile. El rey de los Wayú tuvo dos hijos varones: Nutibara y Quinunchú. Nutibara, el mayor entre ellos, se hizo monarca de los Catíos. Cuando los españoles invadieron el continente, Nutibara, que regía desde’l actual Frontino, ensambló una hueste para defender su reino. En las puertas del templo de la diosa Dabeiba, el Cacique se enfrentó en un duelo contra el mariscal español Francisco Cesar luego de que su hermano hubiera muerto en una escaramuza anterior contra los invasores. La pica de Nutibara venció el broquel del español, pero el ejército de la península traicionó el juramento y conquistó a los Catíos.
 
Hace unas semanas hurgué en mi carpeta de Memorias por aquel panfleto que había guardado en 2017. Fue así como, una mañana de marzo, cuatro años después de la primera, volvía al Centro. 

Katíos, mi rumbo, era un edificio antiguo y opaco. Al entrar por la pesada puerta ferrosa noté un aroma mohoso y un pasillo alargado con losa de falso azulejo. Las ventanas temblaban cuando pasaban los vagones del Metro. No había recepción y nadie se fijó en mí cuando entré, por lo que continué mi camino hacia las escaleras. Subí dos niveles, pisando un par de veces cada escalón de madera, hasta alcanzar el despacho 304. Me detuve frente a la puerta. Yo iba en busca del Cacique del Amor (su volante exhibía además la imagen de un indio Piel Roja y agregaba: Los secretos de la Selva: atrae, seduce y conquista al instante).  

El consultorio estaba adornado de abundante parafernalia: junto a la ventana posaban estanterías de frascos y polvaredas; al suelo lo cubría una alfombra marrón de patrón carmín. En las paredes colgaban varios cuadros: un tetragramatón tallado en madera con una nube copiosa de comentarios y anotaciones, una serie de rostros fotografiados de indígenas Catíos y Embera, y un afiche dibujado de las Sefirot. En mis hombros cargaba una bolsa de tela verde. 

⎯Frótese las manos con el aceite que está junto a la lámpara. Muy bien, ahora siéntese por favor ⎯El Cacique, como me pidió que lo llamara, vestía un sobrio traje negro. Las mangas de su camisa estaban remangadas y llevaba dos anillos en la mano izquierda. Su nariz estaba perforada y noté que tenía sombra en los párpados. 

⎯Viene por un problema de amor ¿cierto? ⎯me dijo. 

⎯¿Se me nota? ⎯respondí con una risa nerviosa.
 
⎯Los jóvenes siempre consultan por amor. Aunque usted no tiene pinta de alguien que haría un ligue. En cualquier caso, no puedo ayudarlo; en Semana Santa no le trabajamos a otras personas. 

⎯No es sobre otra persona ⎯me apresuré a contestar ⎯Es sobre mí.
 
⎯¿Cree que le hicieron un amarre? ⎯Preguntó.

⎯No, no realmente.

⎯¿Entonces? ¿De qué se trata? 

⎯No estoy seguro ⎯Sentí mucha confusión en ese momento. El Cacique me miraba fijamente y ya dejaba ver en su rostro una mueca de impaciencia. La verdad es que yo había emprendido todo este lance persiguiendo una historia para narrar, una anécdota que después engalanaría. Pero al estar sentado dentro de aquella habitación sentí miedo: miedo a perder, a verme vacío. El Cacique tomó aire, encogió los hombros y habló:

⎯Bueno, empecemos por otro lado. ¿Trajo algo de esta persona? ¿Fotos, una prenda?

⎯Si ⎯De mi bolsa de tela saqué tres fotografías que tenía guardadas en La Odisea y un buzo holgado de color rosado. Los puse sobre la mesa. La primera de las fotos era un rostro durmiente en picada que reposaba en un regazo; la segunda era un desnudo casi íntegro tomado en un espejo –el mesón del baño cubría las piernas–; y la última era un retrato en primer plano donde relucían unas cejas cuidadas y una sonrisa incólume. 

El Cacique observó en silencio los enseres. Luego de unos segundos desenfundó un cuadernillo bordado y arrancó una hoja; me la extendió junto a una pluma. Me pidió que escribiera. Yo copié su nombre, su fecha de nacimiento, el año en que nos habíamos conocido y la cuenta incalculable de las veces que lloramos. 

A continuación, detallé cómo derramaba una gota de un frasco púrpura sobre cada fotografía. Con la punta de su dedo corría el líquido en la superficie trazando una cruz. Pronunció palabras que no pude comprender y las primeras dos imágenes que yo había traído, al igual que el papel donde acababa de escribir, lasa colocó en un cenicero de cristal; esparció sobre ella un par de hojas de tabaco y encendió un fósforo. Lo mantuvo en el aire y antes de arrojarlo me miró: 

⎯El fuego. El fuego consume los excesos y quema lo impuro. Deje que las llamas purguen la culpa y hagan cenizas lo que no debe perdurar. Las brasas anticipan a la tierra fértil ⎯Hubo silencio y ambos miramos cómo papel, tinta y lámina se hacían indistinguibles. Sin regresar la mirada el Cacique comenzó a recoger sus instrumentos. 

⎯Arrójela al aire en un lugar a donde usted nunca pueda volver ⎯Intuí que hablaba de la tercera fotografía ⎯Eso es todo, ya terminamos.

Guardé en mi bolsa lo que no había sido incinerado y al ponerme de pie agregué:

⎯Gracias. ¿Cuánto le debo? ⎯El Cacique sonrió y luego de una sutil carcajada me dijo:

⎯Nada.

Nunca me reveló su verdadero nombre, a pesar de que le hice la pregunta varias veces. Era el menor entre doce hijos de una familia cafetera de Concordia. Dejó la escuela luego de hacer segundo año de primaria, y aunque tampoco quiso revelarme su edad, intuyo por lo taimado de su rostro y las arrugas, que debe tener más de cincuenta. De niño su tía lo despachaba quincenalmente a Medellín con una cartera de billetes y una lista. Eran los insumos de su trabajo, que debe suplir desde el mercado de Cisneros: especias asiáticas, polvo de plata, talismanes moriscos, tallos de davana, molido de golpar, queroseno, cirios y sellos franceses. 

Sus albores en la brujería fueron arduos. Su tía lo mandaba a dar vueltas por cada rincón de haciendas y pesebreras buscando amuletos de amarre, normalmente bolsas de tela con materia envueltas en cabello. Iba de finca en finca averiguando si un animal había muerto y si el podía tener el cadáver. De los pequeños, me cuenta, todos los huesos se molían, a excepción del cráneo; los más grandes eran desollados para trabajar sobre sus pieles. Si bendecían una finca, entonces el cavaba los huecos donde debía aparecer la guaca. 

La brujería está lejos de desaparecer, así me dice el Cacique, de hecho, ha aumentado considerablemente. En su niñez su tía era la única bruja de Concordia, y en cada pueblo era normal que solo trabajaran hasta media docena. La competencia por los clientes era mordaz. El Cacique llegó a dedicar, por órdenes de su tía, semanas enteras de rezos para maldecir a otras adivinas. Durante el apogeo del narcotráfico las brujas fueron celebridades entre mafiosos y combatientes, pero lo más importante pasó en las ciudades. 

En las capitales había poco trabajo, y era por encargos excepcionales que un brujo las visitaba. No obstante, hubo una época en que campesinos y desplazados llegaron por miles, y con ellos la tradición supersticiosa. En los pasajes de Medellín, Bogotá, Cali surgieron centenares de adivinos, chamanes, brujos, encantadores. Como el Cacique, muchos de los que practicaban los ritos de la magia en los pueblos tomaron rumbo a las ciudades. 

Las fuerzas peninsulares sometieron a los pueblos andinos. Ellas impusieron su religión, trajeron sus vestidos y enseñaron su lengua. Pero el Cacique Nutibara enarboló la maldición antes de caer traicionado; miró la cara pálida de Francisco César y dijo:

⎯Tus hijos, y los hijos de aquellos, soñarán con las espigas de Karagabí. Y a la sombra de tus barcos y tesoros, bella Dabaibe convertirá el oro en sangre.