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La mirada de Ruby Rumié: entre el duelo y la dignidad - Edición 208

María Antonia Ruiz Espinal - mruizes1@eafit.edu.co

 

Vasijas que guardan el dolor, palenqueras sin sus trajes de colores y vestidas de blanco, empleadas de servicio sin uniforme y empleadoras despojadas de sus carteras Louis Vuitton mirándose de frente.

Así es el trabajo de Ruby Rumié, la artista cartagenera que este año ganó el premio Women Together de la ONU por sus trabajos relacionados con la violencia de género, el racismo y la inequidad social. Su arte pretende dar sentido con lo visible: una escultura que puede ser duelo o una foto, dignidad.

 

Cuando veía a sus nanas comer pescado con las manos, ella tenía 5 años y también quería hacerlo. En la Cartagena de los años 60, eso no estaba bien visto. Hoy tampoco.

A la hora del almuerzo, quería entender por qué sus nanas no se sentaban también en el comedor familiar. Por qué la señora que lavaba, la cocinera, la que planchaba las camisas de su padre, la de la limpieza y la que corría detrás suyo todo el día comían en otro cuarto. Por qué sus tías y sus abuelas usaban el tenedor y el cuchillo, si se veía más sabroso comer con las manos.

Cuando creció, mantuvo el vínculo con todas esas mujeres, esas nanas negras, viejas y canosas que la habían criado. Con ellas compartía los ritmos del Caribe y las historias y sus formas desparpajadas, ajenas a su deber ser, a su estrato social regido por lo que en Colombia entendemos como "las buenas costumbres".

Hoy, Ruby Rumié se ríe a carcajadas, como las nanas que la criaron. Como esas matronas cartageneras, guardianas de la herencia negra, que se pasean por las calles de Getsemaní con palanganas rebosantes de frutas y la patria en un vestido. Esas que, como sus nanas, se han convertido en parte del paisaje y mueren a diario en las postales turísticas: esclavas de la pose. Gastadas por los flashes.

 

Su arte es preguntar

El trabajo de esta artista cartagenera es, como los niños, cuestionar la realidad. Todo el tiempo. Y también como ellos, no quedarse con las respuestas flojas de los adultos. Insiste: pregunta de las formas más originales y no calla. Y a esas respuestas que encuentra, las que hablan de la injusticia, el dolor o las jerarquías innecesarias, les da voz a través de su arte.

Para Rumié, se trata de una función social. Permite ver las cosas como por primera vez, o como si nunca las hubiéramos visto. Y eso no es instrumentalizar el arte. Es servirse de él para aprender a ver. Para ver de nuevo, desde otros ángulos que ayudan a entender qué es lo que pasa.

Pero ella no decidió ser artista. Fue una necesidad. Y eso, luego, se convirtió en compromiso. Como el buen cronista, siempre está con los ojos abiertos: con la actitud de un cazador que todo lo escucha y lo ve. Ese estado de alerta es el que le permite desenmascarar lo cotidiano. Busca lo que le incomoda a la sociedad, lo que nadie quiere ver. Y lo cuenta, lo pinta, lo fotografía o lo esculpe.

 

Adiós a la Academia

En 1996, Rumié hacía retratos hiperrealistas. Era lo que había aprendido en la Academia. Pero ese fue un año de quiebre. Le dio la espalda a Vermeer, a Caravaggio y a Velázquez. Se fue a un basurero. Recogió objetos y empezó a hacer un ensamble sobre lo femenino: la menstruación, la rabia, el erotismo, el dolor y la inocencia.

"Empecé a modificar mi visión porque quise hacerme un exorcismo. Sentía que tenía mucho por dentro y que se quedaba traspapelado en la pintura y no lograba expresar todo lo que quería contar. Entonces corté. Me pregunté por el compromiso del artista con la sociedad y decidí enfocarme en recoger la herencia social y territorial de mi ciudad".

El suyo es un trabajo empático que hace propio el dolor ajeno. Parece periodista, pero de los buenos: se nutre de información veraz, de datos y muchos detalles, pero se cuida del exceso. Se deshace de todo lo que no es esencial para transmitir algo nuevo. Nunca espera a la musa pues, como dijo una vez Chuck Close –uno de los referentes de su etapa hiperrealista–, la inspiración es para aficionados, los profesionales trabajan por la mañana.

Ella concibe la idea, la gesta durante dos años y la pare de un sacudón. Y así consigue lo importante: no explica el mundo, sino que le da una vuelta. Y no hace ficción porque sus historias son las cotidianas. Es experta en resignificar. "Entender es una palabra muy poco valorada", dijo una vez Martín Caparrós. Ella sabe cómo hablar con imágenes: en cada pieza de su trabajo esculpe una cara del mundo.

 

Lugar común: Latinoamérica

En cualquier lugar, la relación entre una empleada doméstica y su patrona es en exceso jerárquica. Una por debajo de la otra. Casi por lo general, la "muchacha", "la niña que ayuda", "la empleada", se comporta sumisa, como si existiera una guía de comportamiento para nanas.

Las convenciones sociales son la máxima expresión de la pose, y no hay nada que le guste más a Rumié que desordenar esos códigos establecidos. "Para mí el cuerpo expresa lo que las palabras no pueden. Por eso, retratar el cuerpo es contar una historia. En Lugar común (2010), un trabajo que realicé con mi colega Justine Graham, quisimos explicar eso que se repite en Latinoamérica, en especial en Colombia, Chile y Argentina, donde la nana es casi un miembro de la familia, pero nunca llega a serlo verdaderamente", explica.

Rumié y Graham eliminaron la jerarquía y vistieron a cincuenta parejas de mujeres –empleada y empleadora– de blanco. Les quitaron el maquillaje. Las sentaron a la misma altura. Mirándose a los ojos. Así, de frente, de perfil y de espalda las fotografiaron para encontrar puntos en común, a pesar de las diferencias culturales y económicas entre ellas.

 

"Me pregunté qué podía suceder si descontextualizaba a las mujeres de su espacio cotidiano: si le quitaba el Louis Vuitton y el arito Gucci a la empleadora y el uniforme a la empleada. El resultado fue que ambas pasaron a ser dos seres humanos iguales, y eso dejó en evidencia el juego jerárquico que hemos manejado desde la Colonia hasta hoy".

También hicieron un cuestionario. Les preguntaron a Elena y a Margarita, a Ana y a Claudia, a Soledad y a Elcira, y a las 47 parejas restantes, no sus datos personales, sino sus lugares favoritos, anhelos, en qué año habían perdido la virginidad, cuál era el libro que estaba en su mesa de noche. Luego, todos esos datos los convirtieron en una visualización que se publicó en las páginas de El Malpensante y en la revista chilena Paula.

 

El dolor hecho suspiros

Cuatro años después, en 2014, la artista reapareció con Hálito divino, un trabajo que llegó tras comprender su vocación social. Ahora quería contar la violencia doméstica, pero sin revictimizar a las mujeres y, más bien, empoderarlas. Fue una suma de catarsis, metáfora y abstracción. Una obra que hizo visible en objetos el dolor ante los ojos de una sociedad que prefiere no mirar la violencia.

"Uno sabe cómo empieza un trabajo, pero no tiene ni idea de cómo lo va a terminar. Ni qué va a pasar en el camino. Yo pensaba hacer un muro. En un principio se llamaba Muro de suspiros, como el muro judío de los lamentos. Después, me imaginé a las mujeres soplando en un globo para que el dolor quedara atrapado adentro".