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Retenidos - Edición 204

​El secuestro en propiedad rural es una modalidad de robo muy utilizada por varios grupos criminales. Esta crónica narra la historia de un viaje que terminó siendo el más oscuro recuerdo. 

Andrés Carvajal López
acarvajall@eafit.edu.co 

Es viernes por la noche. Toda la familia se encuentra reunida en el salón principal de una casa de campo ubicada a las afueras de la ciudad. Planean pasar allí el fin de semana para compartir y variar un poco la rutina; a simple vista todo parecía común y corriente. Aunque reposan sobre los muebles, los latidos se puedan escuchar sin mayor esfuerzo, titubean con cada mirada y frías gotas de sudor resbalan por sus frentes. Tres extraños pasean impávidos por la habitación, cargando cada uno un fusil de 5mm en sus brazos, mientras interrogan a las personas que habían tomado como rehenes.

Esa misma tarde, Margarita se encargaba de ultimar detalles para emprender su viaje hacia el municipio de Barbosa en compañía de sus seres queridos. Desde hace varias semanas ella y sus cuñados habían planeado esta excursión, dejando un margen de error prácticamente inexistente. “Empacamos ropa, accesorios, flotadores, celulares, tablets, como si fuera la primera vez que nos íbamos de paseo”, recuerda con humor. Nada podía salir mal.

A eso de las 6:30 p.m. llegaron al lugar que habían alquilado para quedarse. En total eran 16 personas, además del mayordomo de la finca y su mujer. Los niños no tardaron en invadir la piscina que estaba frente al balcón principal, desde donde sus madres observaban, mientras los hombres iban al pueblo en busca de víveres para unos cuantos días. Un par de horas después comenzaron a preparar la cena, a la par que reían y disfrutaban del recinto.

De repente, Margarita giró su rostro hacia el balcón contiguo a la cocina, desde donde pudo ver a unos hombres requisando a su marido con armas de fuego. Exaltada, dejó caer la bandeja que sostenía y tomó del brazo a su hija Camila, para esconderla en el cuarto. “Tienen a tu papá encañonado”, susurró al oído de la joven mientras corrían. Pero uno de los sujetos las siguió, y las llevó hasta la sala, donde obligaron a todos a ponerse en fila para controlarlos. 

Apuntando con firmeza, el aparente líder intimidaba a la familia con su rifle, al tiempo que sus secuaces registraban cada rincón del edificio para cerciorarse de estar al mando de la situación. Con voz potente demandaban información sobre un “Juan Carlos Herrera”, del que los aterrados cautivos nunca habían oído hablar. A pesar de que los secuestradores sugerían mantener la calma para no ocasionar un desenlace trágico, era imposible no implorar al cielo por misericordia. 

Como no obtuvieron respuesta alguna por parte de sus prisioneros, los secuestradores, que se identificaron como miembros de al menos tres grupos armados diferentes, solicitaron ver a los dueños para interrogarlos también. Pero, al no estar presentes, mandaron llamar al capataz y su esposa que vivían en una pequeña casa detrás de la estructura principal. Luego de haber incautado los dispositivos de comunicación, y de haber roto los cables de la red telefónica, todo estaba a merced de los raptores, que no tenían intenciones de irse así como así. 

Hubo un único percance para los malhechores, al descubrir que el domicilio se encontraba monitoreado por un sistema cerrado de seguridad. Amenazaron con derribar el lugar a tiros si era necesario. Uno de los rehenes indicó que bastaba con desconectar las cámaras del controlador principal para que el dispositivo dejara de funcionar. Arrancaron cada artefacto por la fuerza, y los lanzaron a un río cercano. 

El tiempo pasaba cada vez más lento. La noche más oscura. La pesadilla se hacía cada vez más real, las ansias eran incontrolables y la esperanza disminuía. Los infantes, en medio de su inocencia, aceptaron la versión que sus acudientes inventaron para mitigar sus dudas, y aproximadamente a las 10:30 fueron autorizados a dejar el salón para dormir en uno de los cuartos. Los custodios se mostraban confiados y prepotentes; se saciaron con la comida y el alcohol que encontraron en la despensa; no temían mostrar sus rostros, uno muy joven y los otros dos entrados en años. 

Hurgaron cada maletín para saquear objetos de valor, incluidas las prendas de vestir. Una de las pérdidas más grandes fue el computador portátil de una joven, donde estaba guardado su trabajo de grado. La incertidumbre creció al confiscar también los documentos de identidad, y al separar a las mujeres de los hombres. “Creíamos que a nosotras nos iban a violar y a ellos los iban a matar”, recuerda Margarita.  

Producto de la impotencia, Sergio, su esposo, fue irreverente a las amenazas de los bandidos. Se levantó, bebió ron para calmar la ansiedad y se mostró decidido a no dejarse intimidar. Este talante conmocionó a los asaltantes, por lo cual obligaron a toda la familia a encerrarse en una misma habitación hasta el amanecer, para evitar un posible forcejeo.

Con muy poco espacio lograron pasar la noche en vela, por temor que algo más pudiera suceder en cualquier momento. Nada más se volvió a saber o escuchar desde dentro, por lo que a eso de las 4:00 a.m. decidieron salir del cuarto en busca de los sujetos, que incluso a día de hoy no se sabe cómo entraron ni salieron de la casa. Después de verificar en cada rincón del lugar, concluyeron que el terror había al fin terminado. 

“Llamamos a la policía desde la casa de otro vecino, pero fue inútil, ya se habían llevado todo”, comenta Camila. En poco tiempo, el terreno se llenó de agentes y detectives que intentaban reconstruir la escena del crimen con los testimonios y las pistas que iban encontrando. 

A pesar de que las cifras de secuestro para el 2015 cayeron considerablemente con respecto a los 288 del 2014, esta familia tuvo que vivir uno de los 184 casos que se presentaron ese año, hecho que permanece en sus recuerdos como una marca indeleble.