Teodoro Posada Zelaya
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Domingo. La luz de las siete se empezaba a filtrar entre los palos de palma de las paredes de la casa. John – de ojos rasgados y estirado – y Alfonso – musculoso y de sonrisa fácil – se levantaron y enseñados ya por la rutina, buscaron sus canastas y se montaron en la canoa. Entre Boquerón e Isla Palma, las nasas esperaban desde el viernes a ser revisadas.
Las nasas son trampas hechas en madera y alambre, que se arrojan al mar a profundidades entre 15 y 20 metros, con 100 metros de separación, conectadas entre sí por una línea de cuerda que las mantiene unidas. Una boya - que es normalmente una botella rellena de icopor - marca el lugar en el que se hunden.
Alfonso manejó la canoa y John se hizo en la punta buscando la primera línea de nasas. A medio camino entre las Islas, señaló una mancha blanca que se escondía y aparecía con las olas. Alfonso la siguió. Al alcanzarla, agarró la botella y empezó a halar de la pita que tenía amarrada. Veinte metros de pita mohosa y llena de algas después, la nasa se asomó a la superficie. Su cara expectante cambió de repente cuando la montaron al bote y descubrieron que adentro solo había tres chinitos. Dos demasiado pequeños como para comérselos. Los devolvió al mar y dejó en el piso de la canoa al grande.
John buscaba con mirada aguda la otra botella mientras Alfonso nos contaba cómo hace 10 años, en esa misma zona, las nasas salían del mar rebosantes de pargos rojos, pejepuercos, cirujanos, langostas, anguilas y hasta rayas o tiburones bobos pequeños. Que lo que hoy es una canasta de chinitos, antes era el piso entero de la canoa revestido de toda clase de peces.
“Eso es por los ‘Vikingos’, que con ese tra’mallo acaban con to’, pa’ sacá camarón. Ahora lo que toca e’ volver a sacá las nasa’ pa’ más lejos a ver si allá está mejor”, respondía Alfonso cuando le preguntábamos por qué ahora las nasas salían vacías y la pesca no era tan buena.
Con el sol del mediodía y la canasta medio llena de peces, volvieron a la isla tras revisar el resto de las nasas, sabiendo que tenían que moverlas otra vez. Los derrames de petróleo en el golfo no iban a parar, la contaminación de los muelles de Coveñas no se iba a ir, y la pesca ilegal con trasmallos no se iba a acabar.
Como la mayoría de quienes habitan las Islas, John y Alfonso son pescadores y el mar es su único sustento. Para ellos no hay más alternativa que volver el martes, y mover las nasas, esperando encontrar algún lugar donde se llenen otra vez.