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Historia de una selfie - Edición 211

Mariana Hoyos Acosta
Martín Uribe Velásquez


¿Cuántas selfies se necesitan para conocer a alguien?

Medellín es como una moneda: tiene cara y sello. En el sello están las personas que entran al supermercado y pasan desapercibidas, las bienvestidas, a las que el vigilante saluda amablemente. Toman café en la mañana, se bañan con champú y jabón y se lavan los dientes con crema dental. Llegan cansados del trabajo a pensar en las deudas del mañana y usan una agenda para que el futuro sea menos incierto. Tienen quién los llame por teléfono o al menos tienen un teléfono. Celebran cumpleaños y saben qué día es hoy. Ellos son los usuarios de lo medible: el tiempo y el dinero.

Entre los desechos que dejan los del sello, se mueven los nómadas del reciclaje. Los que están en la cara de la moneda son aquellos a los que se les evita la mirada y a los que se les niega la menuda. Los que duermen donde los coge la noche y se paran a tres metros de los restaurantes a pedir las sobras de comida. Los que se bañan en el río o en la fuente del parque. Su escudo es una capa de mugre que los protege. Algunos incluso se riegan aceite quemado de carro encima para que nadie se les acerque.

“La fetidez se extiende a mi alrededor como un escudo para defenderse. ¿De qué? ¿De quién? La noche lo sabe, yo no. Yo tengo mi mierda para crear con ella mi burbuja (...) Duermo tranquilo, seguro de que nadie vendrá a abusar de mis múltiples mutilaciones”, dijo Carlos Sánchez en Contrasueños: historias de la vida desechable. Los habitantes de la cara de la moneda son reconocibles pero ignorados. Ellos habitan una Medellín alterna a la que conocemos.

***

“¡Ja! Bueno sería meter a todos esos gamines en un camión y prenderles candela como hacían los nazis”, nos dijo una conductora de taxi refiriéndose a los indigentes que deambulan por la ciudad de Medellín. El comentario quedó sonando en nuestras cabezas porque lo que para unos es un deseo al aire, para otros es una realidad.

***

El Parque Bolívar es un parque triste, porque allí casi nadie se divierte. Las bancas, a pesar de que son largas, las ocupan en cada extremo señores a los que les pesan los años. No se hablan, no se miran. Se sientan y dejan perder la mirada: las putas, los gamines, los travestis y los drogos hace tiempo se volvieron parte del paisaje. Hay una fuente como en cualquier otro parque, pero esta fuente tiene el agua estancada, algunos se bañan en ella a las 5:00 a.m. para que nadie los vea. Otros usan la misma agua para hacer rendir su dosis de alcohol etílico. En el centro del parque hay una estatua de Simón Bolívar que ha sido testigo del vómito de los borrachos y del regateo de las prostitutas.

“Quisiera tener fortuna material para dar a cada colombiano, pero no tengo nada, no tengo más que un corazón para amarlos y una espada para defenderlos”, dice en la estatua. Hace un año, ante los ojos del libertador, Luis Albeiro Villa se quemaba y corría en llamas buscando ayuda porque Las Convivir le prendieron fuego y no hubo espada que lo defendiera ni corazón que le abriera las puertas de un centro médico. Es por eso que a falta de espada tiene un cuchillo sin mango que usa para defenderse. La policía no se lo decomisa porque ellos mismos le dijeron que lo usara en defensa propia y le pegaron una cinta de enmascarar con su nombre.

Luis Albeiro estaba sentado con un morral negro y desgastado al hombro y bebía de una botellita de Pony Malta cuando nos encontramos. Lo primero que dijo es que ese parque es su hogar. “Vivo acá, en la puerta de allá, más abajito o por allá”, dijo mientras señaló con la mano la Catedral Basílica de Medellín, un restaurante y unas escaleras.

Tiene 59 años y hace 35 está en la calle. No se avergüenza de decirlo, él se siente superior porque, a diferencia de los otros, su “único pecado” es ser alcohólico. Usa unas gafas nuevas que le regalaron pero conserva las viejas en el morral. Lleva una gorra deshilachada y pantalones beige mugrientos. Sin embargo, no parece un habitante de calle, no a primera vista.

***

“Siempre tuve un complejo de inferioridad por mi estatura, mido 1.56 mt. Desde los trece años empecé a consumir cigarrillos, luego aparecieron las pastillas, luego el bazuco, luego el alcohol”, respondió mientras miraba la botella. “¿Cree que esto es malta? ¡No! Esto es alcohol antiséptico, etílico, el que uno se echa pa’ las inyecciones. Esto es lo que yo he consumido durante mucho tiempo. Ni siquiera esto me consuela. Nunca tuve facciones físicas agradables a las mujeres, entonces busqué consuelo en el licor. Cuando me emborraché por primera vez, dije: “Ahora sí soy bonito, sí soy pispo”, pero nada. Nunca tuve un amor, nunca tuve una mujer, ninguna mujer en la vida me ha dicho a mí “Luis Villa, te quiero’”.

Su mayor tristeza en la vida es nunca haber tenido un amor. “Un escritor famoso dijo que la mayor desgracia para un hombre es no tener a quién querer y no tener quién lo quiera. Así es mi vida”, dijo recitando la frase y mirando la botella como si estuviera tentado a abrirla.

Luis Albeiro Villa lleva su vida en la espalda. Antes de abrir el morral negro le pegó tres palmadazos, como quien saluda a un amigo cercano o como quien se da golpes de pecho. El morral de Luis se ve desinflado, pero en realidad está lleno de tesoros. Hay fotos de su niñez, de su madre, de sus amigos y compañeros de clase. Hace un año se graduó como bachiller, afirma que fue el mejor de la clase y también el más viejo. Después de que lo felicitaron y le entregaron su diploma, Luis salió para el Parque Bolívar, se compró una botella de licor y celebró en soledad.

Entre las cosas que mostró había una Biblia y un cuaderno en el que escribe desde recordatorios hasta poemas. “Mirá, mirá, mirá”, pasaba las hojas sin encontrar el texto que andaba buscando. “¿Ehh qué lo hice, home?”. Comenzaron a caer gotas de lluvia y finalmente lo encontró: “Nadie está a salvo de las derrotas, pero es mejor perder unos combates en la lucha que ser derrotados sin saber por qué se está luchando”.

Entre los papeles sueltos que sacó había una carta de la Alcaldía en donde lo certificaban como habitante de calle desde el 2011, este año la renovó y, gracias a eso, puede acudir a Centro Vida con la condición de que no llegue borracho. Según el Dane, en un estudio realizado en 2017, en Colombia hay más de nueve mil habitantes de calle. Esa es la cifra oficial, pero fácilmente se sale de las manos contar a los que viven debajo del puente, los que desaparecen, los que migran de un parque a otro o los que mueren como N.N.

Luis Albeiro, como la mayoría de habitantes de calle, recicla para sobrevivir. Busca entre las canecas de los parques, pide en los restaurantes y hasta en las casas. “Uno llega, timbra y dice ‘Buenas señora, ¿tiene algo para reciclar?’ Y me dicen ‘Sí claro, ¿ya desayunó?’, me dan pancito y todo”. Cuida su costal tanto como su morral. “A veces uno se acuesta a dormir un rato y cuando se levanta ya no está el costal con las botellas y los cartones, se los roban los otros recicladores”.

El tiempo de la calle corre diferente. El día de Luis Albeiro no lo dividen las horas, pero sí cuánto alcohol le queda. No piensa que es la una de tarde, sabe que le queda la mitad de la botella. “Para mí es lo mismo un lunes, un martes o un miércoles, un enero o un diciembre. Para mí siempre es temprano para no llegar”.

La historia de Luis, como la de la mayoría de ellos, es de abandono, del mundo y de ellos mismos. La moneda, al final, tiene dos caras: soledad y compañía. Una es el reflejo de la otra, nosotros los vemos como lo que no queremos ser y ellos nos ven como a lo que nunca pudieron llegar. “Ahora me da alegría ¿Saben por qué? Ya hasta me dan ganas de llorar de la felicidad por haber conversado con ustedes porque encontré a alguien que me escuchara. Que me den un abrazo es para mi maravilloso, yo no pido dinero ni nada, solo amabilidad”, nos dijo Luis mientras se le quebraba la voz y nos abrazaba con fuerza.

Nos dimos un abrazo final como tres amigos que no saben cuándo se van a volver a ver. Le ofrecimos cinco mil pesos que aceptó con gusto, dijo que se compraría una pinta nueva para poder entrar a la biblioteca EPM. Ya estábamos de pie cuando le preguntamos a Luis cuál era la estación del metro más cercana. Para entonces ya había oscurecido y las prostitutas del Parque Bolívar empezaban a ofrecer sus servicios, el lugar se llenaba con los seres de la noche. “Vengan yo los acompaño” nos dijo Luís sin dudarlo, dejó una bolsa con la piel de pescado en el piso, “ya tengo con qué comer algo mejor”. Cruzamos la Calle del Pecado hasta la estación Prado, Luis subió hasta los torniquetes con nosotros y nos despedimos nuevamente con la promesa de volvernos a ver.

Medellín es una moneda que da vueltas en el aire, tan rápido que por fracciones de segundo las caras se miran, se tocan y se conocen. Esta es la historia de nuestra selfie.