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El Eafitense / Edición 105 La década del terror (Los años ochenta) - El Eafitense - Edición 105

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La década del terror (Los años ochenta)

​Este es el segundo artículo del profesor Juan Carlos López Díez, de la Escuela de Administración de EAFIT, con respecto a lo que significaron algunas décadas del siglo pasado. En la edición 103 se refirió a los años sesenta y, en la actual edición, se centra en los ochenta. El docente hace un análisis sobre lo que ocurrió con el narcotráfico y sus manifestaciones en el territorio colombiano.


Juan Carlos López Díez
Coordinador del grupo de investigación en Historia Empresarial

30 de abril de 1984, víspera de festivo. Un par de sicarios en moto, del cartel de Medellín, persiguen el carro de Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia, quien días antes, por motivos de seguridad, había sido nombrado embajador en un país europeo. Pero no le alcanza al alto funcionario. Con las primeras sombras de la noche, las calles de la capital bogotana atestiguan el abatimiento, por primera vez, de un ministro en ejercicio de su cargo.

2 de diciembre de 1993. En el tejado de una casa de dos plantas, en pleno barrio de clase media al occidente de Medellín, cae fulminado el jefe del cartel de la droga Pablo Escobar, el criminal más buscado del mundo. Tras la estancia de 13 meses en una cárcel con lujos de country club, se articula un largo y tormentoso operativo de 16 meses y medio comandado por el Bloque de Búsqueda, punta de lanza de una extraña alianza entre el Gobierno, los organismos de seguridad y la fiscalía colombianos, la DEA y agencias norteamericanas, el cartel de Cali y un consorcio de paramilitares y antiguos socios de Escobar, fundadores de la organización ad-hoc los Pepes, “perseguidos por Pablo Escobar”.

Las fechas suelen ser caprichosas en la historia, pero entre ese 30 de abril y ese 2 de diciembre puede encuadrarse la década 1984- 1993, signo de la guerra contra el cartel de Medellín (la de Cali esperaría hasta mediados de los noventa).

Esta es una inédita y dolorosa etapa para el país, más conocida como la del narcoterrorismo, hija y subproducto del narcotráfico. El ingreso a escena y masificación de las sustancias alucinógenas en los setenta se transformó en organizaciones dedicadas a explotar el negocio ilegal. Esto fueron los carteles, dos de estos de resonancia internacional que llegaron a disputarse los principales mercados norteamericanos y europeos: Nueva York, Miami y Los Ángeles, Madrid y otras capitales.

Es importante diferenciar el quiebre que se presentó en los ochenta, pues el narcotráfico es en esencia un fenómeno económico y global, mientras que el narcoterrorismo, si bien derivado e hijo siniestro del anterior, es un fenómeno político y nacional que, como tal, le correspondió sufrirlo al país con saldo de innumerables víctimas, entre las que se cuentan ministros, procuradores, magistrados, jueces, soldados, policías, oficiales, abogados, periodistas, políticos y muchos ciudadanos. Queda la funesta herencia de las bandas de sicarios, brazo armado del narcotráfico y su rastro de muerte.

Además, traen el poco honroso récord de cuatro candidatos asesinados entre 1987 y 1990, tres de ellos víctimas del par amil i tar ismo, por su militancia de izquierda. El otro, el liberal y exdisidente Luis Carlos Galán, el de mayor opción a la presidencia, víctima de la cruzada moralista que declaró en campaña electoral contra los carteles.

Galán cayó el viernes 18 de agosto de 1989 en medio de una manifestación en un municipio cercano a la capital. Y también, en este mismo lapso, un avión comercial fue derribado, hecho que originó una cifra de víctimas cercana a las 100, lo que habla de indicadores de terror, de ese final de década, que pueden calificarse de insuperables.

La década que vio nacer el narcoterrorismo no fue de intensidad sostenida a partir del asesinato del ministro Lara. La indignación general dio origen a la primera guerra frente a los carteles. Los capos se refugiaron rápidamente en Panamá bajo el amparo del general Manuel Antonio Noriega, ‘hombre fuerte’ de ese país y antiguo cómplice del narcotráfico.

Desde el istmo los barones de la droga trataron de negociar con el Estado colombiano el cese de la persecución en una sonada reunión que se realizó en el Hotel Marriot, con presencia de un expresidente. El acuerdo, así hubiese encontrado aceptación doméstica, estaba condenado al veto norteamericano. Los operativos y persecuciones no pasaron de algunas escaramuzas mientras la indignación nacional bajaba de temperatura.

Pero desde la institucionalidad se señalaría un antecedente terrorífico: el acuerdo de extradición de nacionales a los Estados Unidos, firmado en 1979, hoja de ruta convertida en espada de Damocles de la violencia a partir de los ochenta. Este fue el único instrumento que encontraron las autoridades para amedrentar a los capos de la droga y fue el principal detonador de las más violentas reacciones: bombas, secuestros, masacres, magnicidios, sobornos e infiltración a todas las ramas del poder con su hálito de corrupción en un Estado históricamente débil.

Todo bajo la razón social del nuevo movimiento de Los Extraditables, quienes con su poder económico y su brazo militar se las arreglaron para convertir los ochenta en una década infernal.

Es imposible entender la violencia colombiana de los ochenta si al lado de los carteles no se vislumbran los demás actores: una guerrilla que, a través de la vacuna y los escuadrones de protección a laboratorios rurales, se introdujo en el negocio hasta llegar a convertirse en otro cartel; y los paramilitares, que pretextaron combatir a la guerrilla y expulsarla de sus territorios.

Con el tiempo se vino a saber que los afanes ideológicos eran menos sólidos que los deseos de quedarse con una tajada del negocio. Se trató de una de las más explosivas mezclas, alimentada por el combustible de la droga que derivaría en un desmantelamiento e infiltración del Estado, aumento de los niveles de corrupción, atrofia de los valores (enriquecimiento fácil y rápido), y narcotización de las relaciones con los Estados Unidos.


Las fechas suelen ser caprichosas en la historia, pero entre ese 30 de abril y ese 2 de diciembre puede encuadrarse la década 1984-1993, signo de la guerra contra el cartel de Medellín. 

Entre el 30 de abril de 1984 y el 2 de diciembre de 1993 puede encuadrarse esta década, signo de la guerra contra el cartel de Medellín.

La interlocución entre la gran potencia y Colombia pasó a estar dominada por la DEA, las luchas contra el narcotráfico, las operaciones de interdicción en el mar Caribe y Centroamérica, las cumbres antidroga, las certificaciones con base en el “buen comportamiento” y la negación de visas, incluyendo la de un presidente en ejercicio.

Una páz esquiva

El Gobierno de Belisario Betancur (1982- 1986) se empeñó en realizar un proceso de paz generoso con las diferentes guerrillas, que arrancó con una amnistía amplia e incondicional, pero los errores de manejo y la falta de compromiso de la élite y del estamento militar debilitaron la salud del proceso.

El paciente, en cuidados intensivos, fue brutalmente asesinado por el M-19 con su delirante toma del Palacio de Justicia. Según su retórica, para someter al Gobierno y al Presidente a “un juicio revolucionario” con la presencia de la Corte Suprema de Justicia. Las 27 horas de terror que vivió el país entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985 dejaron una herida difícil de sanar. Y uno de sus efectos, la verdad aún no jurídica, pero cada vez más aceptada por estudiosos e historiadores de que el grupo guerrillero ejecutó el operativo con la financiación de Pablo Escobar. ¿Con cuál interés? Que como resultado colateral del operativo se destruyeran los expedientes en los que se llevaban procesos de extradición contra los diferentes capos.​

La aparente incapacidad del Estado para enfrentar a sus mayores enemigos del momento llevó a un ablandamiento de la sociedad para negociar con sus agresores. Esto dio origen, en el nuevo Gobierno de César Gaviria, sucesor de Galán a la candidatura presidencial, a la famosa “política de sometimiento a la justicia”, que implementó una vez estuvo instalado en el solio presidencial el 7 de agosto de 1990.

Sometimiento que tuvo más la apariencia de ser del Estado a los narcotraficantes. La entrega de algunos de ellos, una vez satisfechas las demandas de varios decretos, no satisficieron en principio al capo di tutti capi (aunque sí a algunos de sus socios). Otro capítulo de debilitamiento de las instituciones habría de surtirse antes de la supuesta entrega.

Un año, un mes y dos días de un sainete: “pieza dramática jocosa en un acto, de carácter popular, con música o sin ella, que se representaba como intermedio de una función teatral”, dice de esta última palabra la Gran Enciclopedia Espasa.

El episodio teatral de La Catedral, nombre dado a la autocarcel de cinco estrellas que Escobar se proporcionó en su extenso diálogo con el Gobierno, solo se cerró el 19 de junio de 1990, día en que los constituyentes aprobaron el artículo 35 de la nueva Carta, que aseguró por vía constitucional la no extradición de colombianos. Allí, en La Catedral manipulaba toda la logística de seguridad afinada en su función: la guardia interna designada y controlada por él y la externa a cargo del Ejército.

Las instalaciones elementales de un comienzo dieron paso a chalets, caletas con armamento y plata, escenarios deportivos, zonas de descanso, hasta una cárcel propia, todo prohijado por los militares, quienes toleraban el ingreso diario de un camión con doble fondo. El Gobierno estaba advertido de esta situación desde comienzos de 1992 por un informe de la Procuraduría, pero, como se suele decir, hacía esfuerzos por “tragarse ese sapo”. Las cosas pasaron de castaño a oscuro cuando la Fiscalía, criatura de la nueva Constitución, documentó el ajusticiamiento en las instalaciones de la cárcel de socios de Escobar por ajustes en los negocios. 

La burla adquiría visos de humillación.​ Un Consejo de Seguridad precipitaría el final del sainete. En La horrible noche, los periodistas Alejandra Balcázar y Alejandro Gómez relatan en crónica cinematográfica las tensas horas en las que el Gobierno tomó la determinación de trasladar a Escobar y, para esto, envió con urgencia al viceministro de Justicia y al Director de Prisiones a ejecutar la decisión.

En la misma crónica se da cuenta cómo el jefe del cartel, al olfatear el asalto por los movimientos del Ejército, convirtió a los dos altos funcionarios en rehenes y, luego de medir sus posibilidades, decidió huir con nueve de sus hombres, confundiendo de manera infantil a las autoridades que por largas horas contaron con que estaba escondido en un túnel del penal.

Las bombas y los actos terroristas reaparecieron para reeditar el pánico de la sociedad colombiana, pero de manera imperceptible, cada vez con menor intensidad y periodicidad. Sin la posibilidad de un retorno, el Bloque de Búsqueda emprendió una larga y desgastante persecución que vino a arrojar sus frutos aquel 2 de diciembre, cuando la estrategia estaba afinada hacia el punto más débil de Escobar, su familia.

En una jugada preparada por el Gobierno, las autoridades alemanas no permitieron el ingreso de su esposa y sus hijos en este país, donde pretendían refugiarse. Desesperado, Escobar prolongó una conversación telefónica con ellos más de lo debido, lo que permitió establecer su ubicación.

El resto fue el capítulo final del operativo. De esta forma acabó uno de los capítulos más dolorosos de la historia reciente del país. El narcoterrorismo amainó o pasó a manos de otras organizaciones criminales. Lo que no declinó en absoluto fue el negocio del narcotráfico. Se difuminó, asumió otros diseños organizacionales y sus miembros aprendieron la lección de no meterse de lleno con el establecimiento.​
Última modificación: 27/02/2017 17:30