¡Nada es tan mío como lo es el mar cuando lo miro!
Cerca de 7.000 kilómetros son los que separan las costas españolas de las colombianas. Un océano de por medio que Alicia Ángel de Restrepo cruzó en embarazo, entre agosto y septiembre de 1963. Ese viaje de tres semanas en trasatlántico no habría tenido grandes sobresaltos si no fuera porque el bebé tenía afán de salir a cubierta. Tal vez quería contemplar la epifanía del mar, de ese oleaje que acompasaba el suave vaivén de su líquido amniótico. Para que el parto no se diera en el buque, le aplicaron retardantes. Y un día antes del nacimiento ya estaban en el puerto de Cartagena. Una noche en el hospital, traslado a Medellín y Juan Darío nació en este valle, entre montañas.
Pero lo suyo era el mar. A los tres años y medio lo vio por primera vez. Fue en Santa Marta y recuerda bien que sus papás lo llevaron a conocer un barco, el segundo de su vida. Era uno sueco. A babor y estribor solo se veían rubios ojiazules. Cuando volvió a tierra, el pequeño se agarró a llorar. ¿Que por qué? Le preguntaban... Es que nunca voy a poder ser marinero, nunca voy a poder… yo no tengo ojos azules. No necesitó tenerlos. A los 16 años, recién salido del Colegio San Ignacio, estaba volando de regreso a Cartagena para ser parte de la Armada Nacional.
Ese fue el primer viaje en avión del que tiene memoria. Estaba feliz porque iba a estudiar Ingeniería Naval, pero esa hora en los aires lo puso a temblar, a llorar. Los aviones nunca me interesaron. Y eso que su mamá llegó a ser luego la primera directora del Aeropuerto Internacional José María Córdova. En el kínder, en la escuela, en el bachillerato, el tema recurrente de Juan Darío Restrepo Ángel eran los barcos. Si iba a algún puerto, tenía que verlos, recorrerlos. ¿Qué le atraía de ellos? Su estructura, su sala de má- quinas, sus recovecos, su puente de navegación, su equilibrio, su masa flotante mar adentro, el romántico viaje. La tecnología, el océano, la geografía, el mundo, todo se junta en un barco.
Pero para saber de navíos, de sus derivas, cabeceos, guiñadas de rumbo, mástiles, quillas, velas y timones primero tenía que aprender de estrategias de combate, de voces de mando, de orden cerrado, de manejo de armas, de duros castigos. Y él lo único que quería era entender los barcos, estar en el mar, navegar. A eso fue allá, no a ser un combatiente. Me gustaba el mar, pero no tenía cuero militar, es como el que se mete a cura porque le gusta la teología. No estaba en mi ADN tener medallas, ser almirante. Llegó hasta segundo año. Dio marcha atrás justo antes de que comenzara el entrenamiento para el crucero en el buque Gloria.
El ARC Gloria es el buque escuela de la Armada Nacional, es toda una insignia de Colombia que desde octubre de 1968 –cuando zarpó por primera vez desde el puerto de La Coruña en España hasta Cartagena en Colombia– al día de hoy ha visitado 60 países y 165 puertos. Navegar en él es el sueño de cualquier cadete. Y Juan Darío sí que quería vivir un tiempo a bordo. Pero justo ese año, en 1982, a los cadetes les pidieron firmar un contrato en el que no podían darse de baja luego del crucero, y debían continuar el ascenso en la Escuela hasta llegar a Oficial. Eso significaba quedarse cuatro años más... Regresé a Medellín.
Volvió a las montañas, pero no desistió del mar. Su papá, Rubén Darío Restrepo, era uno de los socios de los restaurantes Doña María. Lo más sencillo habría sido seguir esa herencia de negociante. Pero él era el menor entre seis hijos y eso le dio ventajas, libertad de tomar un rumbo distinto. Cuando dijo en su casa que se iba a estudiar Biología Marina en Bogotá, en la Jorge Tadeo Lozano, el padre vio tanta convicción, tanta pasión en su hijo, que lo apoyó. Aunque no faltó quien le preguntara que de qué iba a vivir, que si lo que quería era trabajar en la National Geographic.
Y se fue. Tres años de teoría dura en medio del frío de La Sabana. Y dos de prácticas entre el mar y el calor cartagenero. Eran los tiempos en que la pasión avivaba el paso por la academia y los estudiantes de esa carrera tenían desde el comienzo inquietudes particulares, que las ballenas, que los corales, que los manglares… Al igual que la milicia, la biología tampoco era lo de Juan Darío, pero ahora el camino lo tenía más claro: hice el cálculo, me gradúo y me voy para Estados Unidos a hacer mis estudios en oceanografía.
Terminó el pregrado y tomó un curso de buzo con la Infantería de Marina. En La Gorgona hizo su primer buceo fuerte. Concursó por una beca para ser parte de un proyecto de cartografía de corales en las Islas del Rosario. Se lo ganó junto con su novia de ese tiempo, también bióloga marina. Dos años más en la Heroica y sus islas. Entraban al agua salada a las seis de la mañana y salían cuatro horas después. Descansaban y volvían a sumergirse de 3 a 6 de la tarde. Siete horas diarias dentro del mar. A puro pulmón –o con tanque si era a más de diez metros de profundidad– registraron y disfrutaron la belleza de esos arrecifes que en ese 1987 aún lucían vigorosos, abundantes. Y no como ahora, empobrecidos, resentidos, por las toneladas de sedimentos que le llegan con las turbias corrientes del río Magdalena.
...Y se dio cuenta de que nadie jamás está solo en el mar
Lunes 27 de noviembre de 1989. 7 y 19 minutos de la mañana. Un boeing 727 de Avianca explota en el aire. Se dirigía de Bogotá a Cali y solo alcanzó a volar 4 minutos. 107 vidas se apagaron. Una de ellas fue la de Henry von Prahl Bauer, biólogo alemán, residente en Cali –desde los cinco años vivió en Colombia– que acababa de ser condecorado por la Sociedad Colombiana de Ciencias. Docente titular de la sección de Biología Marina de la Universidad del Valle, gran conocedor de nuestro Pacífico, experto en crustáceos y corales, era también un convencido de la importancia de la divulgación científica ante quienes en un país toman las decisiones. También fue el primero de una serie de científicos del mar que le darían la mano a Juan Darío y le harían sentir que no estaba solo en su pasión por el mar.
Juan Darío lo conoció porque era el codirector científico de la investigación en Islas del Rosario. De esa relación entre pupilo y maestro surgió una admiración mutua que se materializó en unas cartas de recomendación que el alemán escribió poco antes de morir, casi al mismo tiempo que concluyera el proyecto… Eran preciosas, él me había dicho que en Medellín fuera a EAFIT, que buscara a Iván Correa, geólogo marino, que me le presentara. En enero fui, lo saludé y le entregué las cartas. Fue bien recibido en esa oficina del bloque 3. Las palabras de von Prahl no dejaban dudas sobre el talento, la pasión y el compromiso del joven, pero no había recursos para contratarlo. Escriba proyectos, me dijo Iván.
Y a nombre de EAFIT elaboró un proyecto para indagar sobre la fauna, la geología, la morfología de la desembocadura del río San Juan, ese que nace en el cerro de Caramanta, que a lo largo de 380 kiló- metros atraviesa el Chocó –en dirección contraria al Atrato– para llegar al delta conocido como Siete Bocas, cerca de Buenaventura. El Banco Interamericano de Desarrollo y Colciencias lo financian. Comienza así para Juan Darío un ciclo de investigaciones sobre los ríos colombianos que desembocan en el Pacífico –luego lo haría con el Mira y el Patía– un asunto del que poco se sabía a comienzos de los 90. Hasta 2000 trabajamos en esa investigación que en su segunda fase contó con un presupuesto de 380 millones de pesos, mucha plata en ese momento. A a la par comienzo a dar un curso de Ecosistemas marinos.
Desde que decidió estudiar Biología Marina, Juan Darío sabía que quería hacer ciencia, pero no como parte de una institución científica, sino dentro del mundo académico. Entendía desde ese momento que quería comunicar, trasmitir lo aprendido. Pero no tenía tan claro mi espíritu docente.
Al cursar el Doctorado en Oceanografía ganó confianza. Como parte de la pedagogía dictaba clases, además de estudiar e investigar para su tesis. El sistema de doctorado en Estados Unidos es muy duro. No es tanto pasar las materias, sino el uso del tiempo, su eficiencia, llegué joven a un sistema de esos y pensé que no iba a resistir. Al doctorado en Oceanografía en Estados Unidos llegó pisando firme. Se ganó la beca para hacerlo. El rector Juan Felipe Gaviria –quien desde 1996 había emprendido una profunda transformación en EAFIT que incluía, entre otras cosas, más presencia de las ciencias, de las humanidades y las artes– lo animó, le dijo que se fuera, que cuando regresara con el tí- tulo de doctor lo estaba esperando un puesto en la Universidad. Además, en un congreso sobre estuarios en Cali conoció a quien considera su segundo papá, su gran mentor.
Uno de los ponentes de ese congreso organizado por la Universidad del Valle era el sueco Bjorn Kjerfve, docente de Marina y Ciencias Geológicas de la Universidad de Carolina del Sur, uno de los grandes científicos del mar en el mundo y actual rector de la Universidad Marítima Mundial con sede en Suecia. Juan Darío lo admiraba y allí tuvo la oportunidad de conocerlo. Se entendieron, el uno animó al otro a dar ese salto al posgrado, aceptó ser su tutor pero con una condición: que se casara. Bjorn me explicó que por experiencia sabía que muchos de esos estudiantes que se aceptaban para el doctorado no terminaban, no hacían las cosas bien, y una de las razones es que al estar solos se volvían rumberos y descuidaban los estudios. Ir casado, en familia, con su soporte sentimental garantizaba la constancia.
No fue una pedida de mano tradicional, simplemente le dijo a Mónica Elejalde, abogada, su novia, que para poder hacer el doctorado debían contraer matrimonio. Ella aceptó feliz. Nos casamos en abril, nos fuimos de luna de miel a Providencia y para mayo ya estábamos en Estados Unidos. Ese 1997 fue un año de sentimientos encontrados: matrimonio, otro país, el doctorado de sus sueños y la pérdida de su padre Rubén, quien murió en una operación de corazón abierto.
Pero la vida le tenía de regalo otro padre. Bjorn asumió ese papel, le enseñó sin egoísmos todo lo que sabía, lo hizo parte de su familia, lo animó a que fuera competitivo en becas, premios, proyectos, le delegó compromisos en congresos, foros, en los comités globales… Una relación de confianza y admiración que trascendió los cinco años que Juan Darío se quedó viviendo, estudiando, investigando en Estados Unidos.
En 2002 regresa a Medellín como docente del Departamento de Geología de la Escuela de Ingeniería, tal como se lo había asegurado Juan Felipe Gaviria. Y de nuevo otro hombre de ciencia le tiende la mano. El profesor Michel Hermelin Abraux, ingeniero de Geología y Petróleos, con sus conocimientos de geomorfología, de la transformación de los paisajes, se vuelve un complemento en las inquietudes investigativas de Juan Darío que, para ese momento, están enfocadas en el presente y futuro del río Magdalena y del San Juan, en sus procesos de erosión y sus consecuencias para el mar, el tema de su tesis de doctorado.
Con su pasión, con su conciencia ambiental, de la mano de sus mentores al profesor Juan Darío se le abrió más el mundo. Comenzó una etapa de su vida en la que no ha dejado de viajar, de obtener premios, de participar en comités científicos, de estar en proyectos como el de Ríos Tropicales del mundo de la Unesco, de ser becario en programas globales como el de Ecosistemas del Milenio –de la ONU y liderado por Kofi Annan– que busca preguntarse qué va a pasar con el planeta en los próximos 50 años, y de ser docente invitado en universidades de Estados Unidos, Inglaterra, España y Noruega.
Los logros no quieren decir que uno sea un teso. Para Juan Darío, el éxito en la vida, como profesional y como docente, depende de unas variables. La primera es ser buena persona, que se traduce en jugarle limpio a la ciencia, en ser capaz de amar. Lo segundo es tener pasión por lo que uno hace, porque la pasión te da perseverancia, ganas de trabajar, capacidad de asombro. Tercero, ser autocrítico, conocer las limitaciones, trabajar en ellas. Y, por último, la humildad, no creerse ese cuento, para no relajarse y seguir aprendiendo.
El mar, el gran unificador, es la única esperanza del hombre. Ahora, más que nunca, aquella vieja frase tiene un sentido literal: estamos todos en el mismo barco
El logro más reciente de Juan Darío es ser escogido como miembro de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Siempre vi eso como una gerontocracia y a la vez como un club muy selecto, una elite. Hacer parte de esta es un honor, un reconocimiento de que uno sí ha aportado en la ciencia. Para ser miembro, ellos evalúan las contribuciones y las publicaciones. La Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales se fundó en 1938 y tiene entre sus objetivos uno que para Juan Darío es muy importante: contribuir “a la divulgación y a la apropiación de la ciencia como elemento de cultura y desarrollo económico y social”.
Uno de los retos de él como miembro es ayudar a que la Academia se vuelva una consultora del Gobierno en proyectos de desarrollo. Me gustaría ser una parte activa en eso. La ciencia tiene que tender un puente con los tomadores de decisión. En ese propósito se logró recientemente que los científicos expertos en arrecifes en Colombia le enviaran una carta al presidente Santos con el fin de revisar lo que se está haciendo y se va a hacer con el río Magdalena y el Canal del Dique para evitar las inundaciones que, como las de 2011 y 2012, afectaron una extensa región de Bolívar.
Lo que iba a hacer el Gobierno es pura ingeniería gris, volver más eficiente el canal del Dique, llenarlo de jarillones para que no inunden los pueblos. Luego de la carta ya hay una orden presidencial para revisar lo que se está haciendo. El Magdalena, su cuenca, sus deltas, es un río que no ha dejado de investigar. Por eso, y porque luego volvió a Islas del Rosario como parte de otro proyecto, sabe que desde 1923, con la construcción de ese brazo del río grande que sale de Calamar y va hasta la bahía de Cartagena, se sentenció a una muerte lenta a ese Parque Nacional Natural –de los 56 que tiene Colombia– que recibe anualmente poco más de medio millón de turistas.
Islas del Rosario mantiene el 70 por ciento de los ingresos de los Sistemas de Parques Nacionales de Colombia. Si se acaba se quedan sin plata los demás parques. Además, 10.000 personas de la isla de Barú viven de la pesca en esos corales. La basura, los sedimentos, las aguas residuales que se vierten sobre el Magdalena viajan como por una autopista por el Canal del Dique y unos flujos caen sobre sus arrecifes. El 80 por ciento de ellos han muerto en los últimos 20 años. Razón tenía Jacques Cousteau cuando afirmó que “el mar es el alcantarillado universal”.
Junto con la Fundación Argos y Ecoral, una empresa de conservación de ecosistemas marinos creada “para gestionar riesgos ambientales, generando, transmitiendo y aplicando conocimiento científico para tomadores de decisiones”, Juan Darío coordina un grupo interdisciplinario de 25 PhD de Colombia y los Estados Unidos que busca entender ese problema ambiental y darle elementos al Gobierno y al sector privado para que tomen medidas efectivas.
Hacen presencia en foros, en medios de comunicación, en reuniones con quienes tienen el poder, y ya han logrado, entre otras cosas, que el Ideam incluya el estudio de los sedimentos y la erosión de los ríos en la Evaluación Nacional Ambiental del país. Eso es un gran logro, prueba que con llevar la ciencia a quienes toman decisiones se pueden generar cambios, lentos, pero posibles. Poco a poco son muchos los que se van subiendo en el mismo barco.
El que nada constantemente en el mar ama la tierra firme
Juan Darío sabe mucho de ríos porque ama el mar. Por eso decidió estudiar ese sistema que interrelaciona la montaña, las corrientes fluviales y el océano. Y donde más se puede estudiar ese fenómeno es donde se encuentran, en las desembocaduras, los deltas. Conoce muchos, entre estos el del Paraná, el Congo, el Orinoco, el Amazonas y dentro de poco va a ir al Negro –el tercero más largo del mundo– como parte del Congreso Mundial de Ríos con sede en Manaos (Brasil). Y por eso tiene autoridad para decir que sus ojos no han visto una desembocadura más bella que la del Patía en el Pacífico. Este río de 400 kilómetros, que cruza a Cauca y a Nariño, tiene dos salidas al mar, espectaculares, amplísimas, con los manglares más grandes del mundo, con lagunas hermosas y, para rematar, al frente se ve la Isla Gorgona. Además de pasar por unos pueblitos como Mulatos, Vigía y Amarales, bellísimos.
Para ir hasta allí desde Medellín hay que llegar a Cali, tomar avión a Guapi-Cauca, y de ahí tres horas en lancha hasta el delta. La exuberancia del paisaje contrasta con los peligros de una región Pacífica marCon Obregón y Celeste, sus amados Golden retriever. Recorriendo el Alto Paraná, toda una eventura científica. Perfiles cada por el conflicto armado. Mi esposa cada vez que yo emprendía viaje para allá se ponía a llorar. Se suele pensar que un hombre de ciencia lo que estimula es su cerebro, que vive en el mundo de las ideas, que el conocimiento está en su cabeza. Pero ni los mares ni los ríos están a la vuelta de la esquina.
Sí que es una aventura física, corpórea, llegar a uno de estos. Y navegarlos para indagar en su pasado remoto, en sus procesos geomorfológicos. Y diagnosticar su estado de su salud en sus meandros, en su vegetación, en sus aguas. Y cargar con aparatos que miden la velocidad, la profundidad, los sedimentos. Recuerdo que ir al Alto Paraná en Brasil fue muy difícil. Primera escala en Curitiba, de ahí a Maringá, y cuatro horas en carro por unas trochas como de rally. Cuatro días nos tomó llegar
Y al final de cada viaje, de cada mar, de cada río, están las montañas, esas de Medellín y esas del Oriente, en El Retiro, en donde vive, amando también la tierra, porque a pesar de que quiso nacer en alta mar, es un montañero. Y le gusta. Encuentra la tranquilidad al lado de Mónica, de Luciano, su bebé de 4 años –que ya ha ido tres veces al mar–, y de sus perros, sus Golden retriever que cuida como hijos. Por ahí corretea y ladra Obregón, tan bello que para el tráfico, que se llama así en homenaje a Mauricio Obregón, primo del pintor, fundador de la Comisión Colombiana de Oceanografía, navegante y aviador. Por ahí corretea y ladra Celeste, un nombre que parece explicarse por sí mismo, pero que es más que eso: así nombró a su hija Galileo Galilei, el mismo que miró al cielo para decir que la Tierra no era el centro del Universo.
Galileo se llamó también su perro más querido, un Golden retriever que se trajo desde los Estados Unidos, que lo acompañó 11 años, un compañero, un amigo, al que se le sumó en Medellín otro de su raza, Marco Polo. Ambos murieron, pero en vida eran muy unidos, se entendían muy bien, ambos evocaban personajes que hicieron historia, un científico y un navegante, dos maneras de entender el mundo que en Juan Darío Restrepo Ángel son una sola.
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