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Universidad EAFIT
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  A la acción

Para conjugar la confianza en nuestra vida cotidiana necesitamos de intenciones,
palabras, miradas, visiones… Que nuestras relaciones sean justas y claras.


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¿Me entiendes? ¡Te entiendo!​​ 

Armonía, equilibrio, acercamiento… Cerrar brechas. Entender o ser empático al entrar en la órbita del otro. Lo conozco y me conoce, pero en su intimidad guarda elementos que se deben respetar, que son de él. Sí, es ponerse en los zapatos del otro.​


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Procurar la cercanía en nombre de la empatía​​ 

Tocarle el hombro, abrazarlo desde la presencialidad o la virtualidad, permitirle que me aborde de diferentes maneras. Hablando nos entendemos y si nos entendemos nos conectamos.​
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A tono con el buen trato

La palabra “trato” encierra tremenda definición. ¿Y a vos cómo te trataron?, ¿te trataron bien o qué te dijeron?, le dicen a uno las personas cercanas cuando se establece una relación. Un buen tono te genera confianza, y lo es más cuando te ayudan a resolver situaciones.


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Esperar lo bueno

Normalmente conecta a alguien con algo: me la imaginaba de esta manera, me dicen que es de esta forma, creo que puedo lograr allí esto, comenta alguien y de fondo se dibuja la palabra expectativas. Generar confianza pasa por allí, por generar buenas expectativas.​
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Arriesgar y confiar

Volvemos sobre lo vulnerable. ¿Por qué? Porque la confianza supone decisiones y acciones en las que una parte arriesga y otra asume una responsabilidad. ¿Sobre qué? Sobre la vulnerabilidad de la contraparte. Es una correspondencia, es decir, en el acto de confiar siempre se necesitará de uno y de otro.
 
 


Juan J. Mesa, estudiante de Literatura de EAFIT, resume el valor de la confianza en el cuento que traemos a continuación. Es mejor sumar que dividir.​

​​El juramento de los Horacios

Por Juan J. Mesa / grafiasdeunsofiante.com
Estudiante del pregrado en Literatura de EAFIT

Ambos habían caído la misma noche. De profundo, la fosa podría equipararse a sus dos cuerpos apilados. La primera semana ninguno de los dos concilió el sueño, de hecho, ambos zorros habían mantenido sus gruñidos: uno y otro acechaban la fosa como arena del coliseo. Cada uno falló cuando intentó saltar hacia la cima. Las hojas de la arboleda les regaban con un tímido chorro de agua cada madrugada, pero el rocío era tan poco que sólo zaceaba a uno de los zorros.


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​​ Cada uno atisbó el ataque en diferentes noches, pero antes de desenvainar por completo sus colmillos se apaciguaban: tan solo una mordida en defensa les haría imposible escapar del foso. Cuando la polvareda de sol alumbraba la fosa, ambos zorros se fijaban en el otro: sus patas estaban bañadas de rojizo y sus colas batían contra el pujar del viento. Por instantes, quizá secuela del hambre, los zorros creían verse a sí mismos.

La nevada nube del invierno finalmente alcanzó la fosa. Los tabiques de tierra en que los zorros se habían tumbado se hicieron gélidos, como polillas en torno a la linterna, los zorros gatearon hacia el centro de la fosa. Primero se encontraron sus hocicos, luego su cuerpo entero. Acabaron tendidos guardando el último calor.

​ Al despertar hicieron aquello que diríamos fantástico: el zorro se acopló como montura y dejó que el otro usara su espalda para saltar. Uno de ellos había conseguido salir. El zorro de la fosa volvió a caminar en círculos hasta caer la noche, cuando el cuerpo tieso de una liebre cayó del cielo. Acto seguido, el zorro cazador aterrizó en el centro. El próximo día harían lo mismo, pero esa vez saltaría el otro zorro, luego el otro. ​


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