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La confianza me salvó de…

Tres historias, tres maneras de vivir la confianza y de disponer de la vulnerabilidad individual
en manos de otros. Diana, Francisco y Heidi confiaron, de diferentes formas,
en la mano amiga de sus pares en momentos difíciles o cruciales, y hoy comparten sus experiencias
llenas de aprendizajes e inspiración.


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Casita Rural: una historia que se escribe a varias manos

​A unos cuantos metros de una carretera hay una Casita Rural llena de libros, juegos de mesa y un piano. Este proyecto educativo y cultural nació en 2013, en la vereda La Porquera en San Vicente Ferrer (Oriente de Antioquia). Su propósito: que los niños cuenten sus historias, crean en sí mismos y sueñen.​

“Voy a la escuela y soy muy chiquita, pero cuando puedo me vuelvo heroína y me monto en mi caballo Morita. Me salen culebras de la cabeza para asustar villanos, resuelvo problemas en un momentico y hago tratos con el fuego para salvar humanos. Me gusta juntar a la gente, mirarme en un lago con luna y estrellas y darles comida a las gallinas. Me va bien en la escuela cuando hago tareas buenas. Mi travesura favorita es la sonrisa”.
Fragmento del libro Silvestre

Hablar con Diana Londoño, coordinadora de Casita Rural, es emocionarse con cada palabra. Agrónoma de profesión, con estudios de posgrado en Nematología en el exterior y un enorme sentido social, nunca dejó de pensar en los niños con los que pasó los fines de semana de su infancia en la vereda La Porquera en San Vicente Ferrer (Oriente de Antioquia): “¿Por qué mis amigos no tuvieron las oportunidades que yo tuve?”.

Movida por esta inquietud, le propuso a su madre, Luz María Cardona, que transformaran “la casita de los cachivaches”, que tenían al lado de su finca, en una biblioteca, que luego se convertiría en un proyecto más grande. Diana se encontraba fuera del país, sin embargo, esto no fue un obstáculo para que Luz María y su prima Ruth impulsaran lo que hoy es la Casita Rural, un espacio acogedor, que sorprende por su sencillez, belleza y cuidado.

Sin muchos recursos, pero con un tejido social fuerte liderado por mujeres, la Casita Rural abrió sus puertas. Diana cuenta que el primer voto de confianza fue el de su madre y su prima: “Seguro pensaron que estaba loca, pero me apoyaron y creyeron en mi sueño”. De ahí en adelante, han sido ocho años de logros, momentos difíciles y sonrisas que recargan a los voluntarios.

“Le damos fuerza a todo lo que nos ayuda a ser mejores juntos”. Es una premisa que resume ese espíritu que mueve el proyecto que es refugio, tranquilidad, expresión, amor, hogar. Un proyecto en el que la comunidad cree y confía.​

la confianza me salvo de.png

Ilustración, Isabel Castaño

“Lo que más me gusta de la Casita es que puedo leer, jugar, escribir, tocar el piano. Es una casita muy bonita”, dice con timidez Jonier García Orozco, uno de los niños que hace parte de Casita Rural. Esta iniciativa benefició en primer lugar a los pequeños de la vereda La Porquera, pero luego se abrió a más espacios. Hasta 150 niños de otras siete veredas han podido disfrutar de diversos procesos y actividades. Con la pandemia, las mujeres de Casita Rural buscaron recursos y lograron dotar distintas escuelas con 140 tabletas, para así, poder continuar con los encuentros a distancia.

A esta Casita la rodea una magia, llegan donaciones de personas que confían en su quehacer, aparecen manos amigas que incentivan la creación: “Eso de creer abre la puerta para la gente. Nosotros simplemente generamos el espacio y la gente llega y se va quedando”, comenta Diana. Este fue el caso de Daissy Pérez, quien, junto con su hermana Elizabeth, llegaron con la intención de conocer el proyecto y ser voluntarias por un tiempo. Ahora son las personas que lideran los talleres de danza y escritura.

De los procesos de lecto escritura han surgido dos hermosas publicaciones: Te cuento mi historia y Silvestre, esta última salió a la luz en 2017 y reúne los textos anecdóticos y poéticos de ocho niños de la vereda, entre los 6 y los 12 años.

En este momento, los niños de La Porquera y de otras veredas de San Vicente Ferrer, preparan una nueva publicación, fruto de los encuentros virtuales durante la pandemia. Para Daissy, la confianza “es necesaria en estos espacios de creación, porque compartimos nuestras historias y nos conectamos con los otros”. La escritura es uno de los ejes de trabajo de la Casita Rural, también, ha sido la oportunidad para que cada uno de los niños se reconozca como autor y protagonista.

“Los niños tienen cosas importantes para decirnos”, afirma Diana con convicción, y es que gracias al trabajo amoroso de las personas que aportan a la Casita Rural, la voz de estos pequeños seguirá resonando desde las montañas. Mientras haya alguien que crea, ellos continuarán soñando.

 

“Vivo lejos, como a tres montañas de la escuela. Para ir a estudiar camino sobre una tabla, debajo de la tabla hay una quebrada. La quebrada se crece cuando llueve. Yo soy valiente”.
Fragmento del libro Silvestre

 
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En vida, hermano​ en vida

​En 2011, Francisco Piedrahíta, exrector de la Universidad Icesi, de Cali, se extravió durante cinco días en la reserva de Barataria, que pertenece al Parque Jean Lafitte, ubicado en Nueva Orleans, Estados Unidos. Muchos lo dieron por muerto, pero Francisco confió.

Sus cabellos blancos revelan experiencia y sabiduría. Francisco habla con gracia de su edad, de la vida que ha tenido y de su experiencia en mayo de 2011, cuando visitó a Estados Unidos por asuntos de trabajo y terminó extraviado por una idea fija en su mente: conocer el pato del bosque, una especie con plumas vistosas que no había podido retratar.

El exrector de la Universidad Icesi es un conservacionista apasionado, practica el avistamiento de aves en cada ocasión que se le presenta, pues para él es un pasatiempo muy completo que combina emoción, naturaleza, descubrimiento, observación, actividad física, viajes y ciencia. Fue así como llegó un sábado a la reserva, contrató un servicio de taxi y le pidió al conductor que lo esperara en la entrada del lugar. Le aseguró que tardaría una hora y media. Empezó a caminar, pero al cabo de unos metros, observó que el sendero se diluía. Decidió continuar, sin considerar mucho los riesgos.

Más adelante, una de sus pisadas se hundió, había entrado en un gran pantano que lo cubría hasta las rodillas, por lo que tuvo que usar dos palos para poder impulsarse y avanzar. Llegó la noche y seguía atascado allí. Se ubicó en una pequeña isla dentro del lodazal y recordó con preocupación que ese era territorio de caimanes. Por suerte, estos no aparecieron, sin embargo, fue presa de los zancudos que picaron tanto su cuerpo que no le permitieron conciliar el sueño.

Al día siguiente se dijo: “Hoy seguro me encuentran”. Gritó un par de veces y escuchó una sirena que le dio esperanza, pero pasaron las horas y nadie arribó. Nunca entró en estado de desesperación, incluso aprovechó el tiempo para escribir algunas reflexiones sobre un debate que estaba en la agenda por esos días sobre las universidades con ánimo de lucro, algo que para él era inconcebible.

Francisco tenía una idea de su ubicación, creía que estaba cerca de la entrada y que al atravesar el pantano alcanzaría un sendero; de todas formas, la inmensidad de la ciénaga era incalculable para él. A esto se sumó el clima cálido, nunca llovió, por eso, el lodo estaba lo suficientemente seco para impedir que se moviera con facilidad o que pudiera extraer agua.

El entorno de la reserva no le ofreció mucho para comer. Afirmó el exdirectivo que el único momento en que tuvo contacto con un ser vivo (aparte de los zancudos) fue, de lejos, cuando escuchó ladridos de perros, a los que él respondió con gritos pidiendo ayuda. En las noches, Francisco alumbraba con la luz de sus cámaras por breves instantes, dormía mal y trataba de moverse poco para no agotar sus energías. Recordaba con esperanza las historias de personas que se habían extraviado en parques naturales y que las habían encontrado, y especulaba: “¿Qué estará pasando afuera?”

Pensó que el servicio de parques de Estados Unidos era muy efectivo como para no encontrarlo, también que su familia debía estar al tanto de la situación. “Sé que me están buscando, pero ¿por qué no llegan?”, se cuestionó. El martes, cuarto día de su travesía, comenzó a notar su piel desgastada, a pesar de haber comido algunas hierbas y tenía signos visibles de deshidratación que le preocuparon. Esperó hasta el miércoles y comenzó a moverse de nuevo por el pantano. Al mediodía, un helicóptero lo encontró y dio aviso de su ubicación a una patrulla de rescate, la cual tenía la capacidad de movilizarse en tierra firme y sobre el pantano.​​​

Al llegar a la entrada de la reserva, lo esperaban muchas personas que habían venido de otros estados para ayudar con su búsqueda. Su familia y amigos cercanos se habían reunido en el sitio, su preocupación era inmensa. Algunos lo daban por muerto, distintos medios publicaron la noticia, hablaron de su trayectoria y sus méritos. Para Francisco fue como “su entierro en vida”, lo que le recordó el poema de Ana María Rabatté, que se titula En vida, hermano, en vida.​​​

Al mirar en perspectiva esta experiencia, piensa que es importante creer en las personas y en las instituciones, porque “en la medida en que podemos confiar en los otros, todo funciona mejor”. El taxista fue quien dio la voz de alarma de su desaparición, una persona que acababa de conocer; el personal del Parque hizo su mayor esfuerzo, lo mismo que su familia. A todo esto, Francisco solo añade: “respondieron a mi confianza, todos ellos vinieron a mi rescate”.​​​​


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Soltar el control para dejarse abrazar y sanar

​La experiencia de la enfermera Heidi Cortés con el covid-19 fue atípica. Sufrió un gran deterioro en su estado de salud que le planteó un gran reto: dejar de lado sus conocimientos médicos y de epidemiología para entregarle toda su confianza a compañeros, familia y amigos.

Jefe de enfermería y especialista en epidemiología, con ocupados días en el servicio de hemodinámica de la Clínica Cardio VID. Esta profesional, cuya vocación es cuidar de los pacientes, se define con tres palabras: carismática, noble y llena de energía. Solo tiene 28 años y hace poco atravesó por un momento tan difícil que se vio obligada a soltar el control y aceptar que, esta vez, sería ella quien necesitaría ser cuidada.

En diciembre de 2020, Heidi comenzó a presentar una intensa gastritis y, con el paso de los días, fue haciéndose peor. Se dirigió al servicio de urgencias de su lugar de trabajo y allí, tras descartar algunas enfermedades, se dieron cuenta de que había contraído coronavirus; además, vieron que su hígado y páncreas estaban sufriendo varias alteraciones.

La hospitalización y el aislamiento comenzaron el 18 de diciembre. Su madre, Milena Hernández, pidió estar con ella en la habitación, lo que significaba un riesgo muy alto. Durante casi quince días madre e hija fueron inseparables. Su mamá la abrazaba, le tomaba la mano y le repetía constantemente: “Nos vamos a ir de acá y vas a estar muy bien. Ya hemos salido de muchas cosas juntas, nunca te voy a dejar sola y las dos vamos a estar bien”. Milena nunca se infectó.

A lo largo de su estancia en el hospital, el corazón de Heidi se debilitó. En cuestión de dos semanas perdió 10 kilos; su cuerpo no toleraba ningún alimento, le daba fiebre y se sentía muy frágil. En un principio, Heidi buscó sobre casos como el suyo, donde el coronavirus atacaba otros órganos, sin embargo, fue poco lo que encontró.

Tomó entonces la decisión de no buscar más, abandonar el rol de enfermera y entregarse como paciente a su equipo de trabajo: “Estoy en las mejores manos”, se dijo a sí misma. Aun así, también tuvo momentos de quebranto. Sentía que su cuerpo se iba deteriorando: “¿Será que sí voy a ser capaz de salir de esto?”, se preguntaba cuando no podía llevar a cabo sola acciones tan cotidianas y, aparentemente sencillas, como levantarse o bañarse.

Fueron muchas las personas que rodearon y llenaron de esperanza a Heidi. Sus compañeros le enviaban detalles; quienes lo tenían permitido, iban a saludarla y la cuidaban con amor. En su memoria quedó una conversación con un colega que le entregó unas palabras que la llenaron de consuelo: “Confía en Dios. Has ayudado a muchas personas y esto es otra prueba más que vas a tener en la vida. Vas a recordar que fuiste capaz de lograrlo. Te estamos esperando para que continúes haciendo tu labor. Siéntete cuidada, luego vas a seguir cuidando a los demás”.

El 31 de diciembre Heidi fue dada de alta, había salido del estado crítico. Camino a casa sintió una mezcla de tristeza y desconsuelo: “Me daba muy duro ver que un 31 de diciembre la gente estaba reunida en las calles, sin tapabocas. Lloré en el camino. Era como si nadie creyera que esta enfermedad fuera real. Ese día no pude comer nada típico de una Navidad, mi cuerpo todavía no lo toleraba”. Y es que, hasta este momento, Heidi debe mantener una dieta liviana, debido a que su páncreas todavía presenta dificultades para procesar alimentos.​​​

A pesar de la sensación de debilidad y otras secuelas del covid-19, Heidi pidió a su jefe que la reintegrara al servicio, pasados cinco días de incapacidad. Para ella, su recuperación se completaría en el hospital. Con un monitor Holter que registraba su ritmo cardíaco, se movía por la clínica y atendía pacientes. Eso sí, su equipo de trabajo permanecía atento a su estado de salud.​​​

Heidi recuerda que, en ese tiempo, el personal de salud sentía mucho temor por los casos de coronavirus que llegaban: “El miedo era gigante (…) Sin embargo, cuando volví a mis labores, me decía: tengo guantes, bata, mascarilla… puedo darles una mano”. ​​​​

A su regreso, se convirtió en una voz de aliento para aquellos afectados por el coronavirus, como lo fueron para ella sus compañeros y familiares. Y tiene claro para los pacientes un mensaje que sale de su mente y de su corazón: “Tranquilos, que, si yo fui capaz, ustedes también lo van a lograr”, pues sabe lo que es estar acostada en una cama con graves síntomas, conoce de luchar y darlo todo para mejorar, entiende el privilegio de contar con un equipo de especialistas que se entrega por completo para alcanzar la recuperación de su paciente.​ ​​​​

Heidi aprendió que la vida se trata de confiar.​​​​



La confianza me salvó de…