¿Cómo hizo usted, maestra Cecilia, para impulsar, junto con otros soñadores, el pregrado en Música de EAFIT en 1998, en una universidad que apenas se abría a las humanidades y en una ciudad que aún se preguntaba (y se pregunta) de qué puede vivir un músico?, ¿y cómo hizo, además, para fundar y dirigir por más de veinte años la Orquesta Sinfónica EAFIT, y para llevar a escenarios nacionales e internacionales los coros Tonos Humanos y Cámara Arcadia, aun sin aspiraciones económicas?
Sí: tiene energía como para empujar mil pianos.
—¿De dónde sale tanta fuerza?
—Yo digo que es el poder tan gigante que tiene la música —dice la maestra.
También dice que la música es esa cosa abstracta, y a la vez concreta, que escuchas y se te queda, se te mete por los sentidos y te engancha y te amarra y te invade y te lleva. Cecilia Espinosa siempre confió en la música y se dejó llevar por ella con la mentalidad de una soñadora obsesiva que poco a poco fue concretando sus proyectos.
Un director de orquesta hace que cada fragmento de canción suene como suena. Mientras que la mano derecha de la directora regula el pulso de la orquesta, la izquierda ecualiza el sonido de los instrumentos. Si quieres más o menos brillo aquí, ajusta los oboes y las flautas, aumenta los violines, sube el volumen de las violas.
—Y uno ve todo lo que va pintando la maestra —comenta Jorge Elorza, flautista principal de la orquesta—. Todo todo, los códigos del pulso, los cambios en el ritmo y el montón de figuras que marcan la expresividad musical de una obra completa. Un director de orquesta toca ese gran instrumento que son los músicos.
El público rara vez lo nota, pero es común equivocarse en un concierto. Elorza recuerda una de aquellas veces. Estaban tocando Un americano en París, esa obra de Gershwin que procura retratar las impresiones de un estadounidense en la capital francesa.
—La maestra nos pidió un ritardando, como quedarnos un ratito en el pulso, y no sé bien qué pasó, pero nos confundimos—cuenta Elorza y evoca un momento disonante, una pelea entre vientos y cuerdas.
Ana Cristina Rodas, la concertino de la orquesta, también estaba ese día en el concierto. En su rol de violinista principal ha de apoyar a la maestra en momentos críticos de la obra. “Cuando sentí que estábamos perdidos, recuerdo que empecé a moverme gigante y a exagerar el gesto para marcar dónde íbamos y ayudar a encontrarnos. Fue un rato de tensión, pero entre todos nos cuadramos”, cuenta Rodas.
Un error en un concierto es volátil y no pasa nada. Nadie mira a nadie, nadie dice nada. No puedes parar porque nadie quiere que el discurso se interrumpa. Simplemente hay que seguir adelante. En palabras de la maestra Cecilia, “es como cuando te tropiezas, pero no te caes”.
La Orquesta Sinfónica EAFIT, y de hecho cualquier grupo musical, muestra cómo necesitas depositar tu confianza en el otro. Cada banda lo hace a su manera. Un grupo de jazz, por ejemplo, configura una armonía compleja, distinta de la de una orquesta, que no deriva de la interpretación colectiva en función de una partitura, sino de la libre expresión individual, que a la vez estimula la creación del conjunto: el músico de jazz confía en el florecimiento del otro como insumo de su propio florecimiento.
Un amplísimo lenguaje de señas brota de las manos y la cara y el cuerpo de los músicos: tal es la infinita variedad de figuras que pueden formarse con ciertas partes del cuerpo. Y el oyente no tiene que entender nada: solo ha de permitirse ser tocado por la música, dejar que penetre su piel y sus sentidos. Y si eso le gusta, lo toca de verdad, dejarse llevar cada vez más hasta el fondo. No tiene que hacer nada: la música misma se encarga del trabajo.