Juan Gonzalo Betancur Betancur
Profesor del Departamento de Comunicación Social de EAFIT
La Torre de Babel existe y queda en San Victorino, uno de los sitios más dinámicos de Mitú, la capital del departamento del Vaupés, en la selva colombiana del Amazonas. Allí se concentra buena parte de la actividad comercial de esta pequeña ciudad. A ratos –y otras veces todo junto– es plaza de mercado, terminal de transporte, tomadero de trago, bailadero, sitio de compraventa de quiñapira, pescado moquiado, fariña y tortas de casabe. También de canje de frutas de vistosos colores que no se venden fuera de la región. Y, en épocas específicas del año, lugar donde se ofrecen ranas para la cena que quedan patiabiertas cuando las exhiben a los clientes, ensartadas en un alambre.
San Victorino no es grande, apenas alcanza media cuadra de tamaño, y está construido con ranchos de un solo piso hechos con finas tablas de madera de árboles amazónicos. Allí la vida indígena hierve. Es importante porque es punto de confluencia de muchas culturas, sitio de encuentro de gentes que saben y entienden varias lenguas.
En ese lugar se escuchan muchos de los idiomas autóctonos que aún sobreviven en esa región húmeda, caliente e infinitamente verde. Se oye la lengua de los tatuyos, de los yurutíes, los macúes, los sirianos, carapanas, curripacos, tarianos, macunas, baras, barasanos, tuyucas, piratapuyos, cubeos, guananos, desanos, tucanos… Alrededor de 27 lenguas, igual al número de grupos étnicos distintos que habitan esa selva magnífica. Algunos viven cerca de Mitú, es decir, a unas horas de navegación por río, pero otros pueden estar distantes hasta 28 días de camino.
Pero el Vaupés es solo un punto que expresa la riqueza lingüística de Colombia. En este país, definido constitucionalmente como multiétnico y pluricultural, se hablan 68 lenguas diferentes al español: 65 indígenas americanas, dos criollas (creadas y desarrolladas durante los últimos cuatro siglos, y habladas por comunidades de afrodescendientes en San Basilio de Palenque –departamento de Bolívar– y en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina) y el rromanés, idioma del pueblo gitano o rrom, de origen indo-europeo, que hablan hoy unas 5.000 personas.
Todo esto configura un universo lingüístico que también es un verdadero patrimonio nacional, una riqueza de la que todos los colombianos se tendrían que enorgullecer tanto como lo hacen de su diversidad geográfica y biológica expresada en toda clase de paisajes, animales y plantas. Solo que esta otra riqueza es de palabras, expresiones y modos diferentes de comprender el mundo.
Indígenas, colombianos multilingües
Para comunicarse con los indígenas que a diario pasan por San Victorino hay que ser multilingüe, como casi todos ellos. Porque –hay que decirlo con claridad– en esa región colombiana, como en casi todo ese subcontinente de 5.5 millones de kilómetros cuadrados que es la selva del Amazonas, el indígena de menos domina tres o cuatro lenguas. Hay incluso quienes hablan siete u ocho, y algunos saben español y hasta portugués (por la cercanía a la frontera con Brasil).
“Eso es porque había una regla cultural que nos pedía contraer una relación con otra persona de otro grupo étnico que hablaba otra lengua. Eso era por tradición, algo común a todos los pueblos de esta región. Y está fundamentado en la mitología de nosotros: los dioses tuvieron que conseguir su mujer de otros grupos de dioses. Nosotros entonces lo hacemos así porque si contraemos matrimonio con una mujer de nuestro mismo pueblo estamos cometiendo un incesto”, aclara el etnolingüista Simón Valencia, perteneciente al pueblo indígena cubeo.
Hay lugares del Vaupés, por ejemplo, en los que con solo cruzar el río que pasa frente a un hogar se entra a un territorio donde se habla otro idioma, tal y como si se pasara de un país a otro.
Entender esos sistemas de comunicación, algunos con una estructura muy distinta entre sí, es algo casi natural para esos indígenas por la necesidad de entablar diálogo con los pueblos diversos que le son vecinos. Hay lugares del Vaupés, por ejemplo, en los que con solo cruzar el río que pasa frente a un hogar se entra a un territorio donde se habla otro idioma, tal y como si se pasara de un país a otro.
Toda esa es una riqueza cultural inmensa porque cada grupo étnico tiene un saber propio, una cosmovisión diferente para entender el mundo, una manera distinta de relacionarse consigo mismo y con sus semejantes; con unas tradiciones, mitos, ritos e historias orales que les explican lo fundamental, desde cómo se creó el cosmos hasta por qué unos animales son sagrados y otros no; con unas costumbres familiares y colectivas, bailes, comidas, y maneras de celebrar la vida y la muerte que son propias, únicas, irrepetibles.
Sin embargo, algunos de esos idiomas –que son el mecanismo que permite la reproducción de todas esas prácticas culturales– están muriendo. En el país están en franca extinción lenguas como la pisamira, la carijona y la tariana, según explica el profesor Jon Landaburu, lingüista y filósofo que desde los años 60 estudia los idiomas nativos de Colombia.
Lo más grave de todo esto es que cuando se debilita y muere una lengua no solo se extingue ella, sino también una parte muy importante de la cultura que transmite, es decir, un saber milenario y único en la humanidad.
En su libro Los guardianes de la sabiduría ancestral – Su importancia en el mundo moderno, el antropólogo canadiense Wade Davis manifiesta que “cada cultura es por definición una rama vital de nuestro árbol genealógico, un repertorio de conocimiento y experiencia, y si se le concede la oportunidad, una fuente de inspiración y promesa para el futuro”. Para ponerlo en términos más didácticos, Davis cita al lingüista Ken Hale, del Massachusetts Institute of Technology, quien lo resume así: “Cuando se pierde un idioma se pierde una cultura, una riqueza intelectual, una obra de arte. Es como dejar caer una bomba sobre el Louvre”.
Riqueza y complejidad de la experiencia humana
El Ministerio de Cultura de Colombia y la Ley 1381 de 2010, expedida para proteger el patrimonio cultural de la nación representado en los diferentes pueblos y lenguas, llaman la atención de que es real la amenaza de desaparición de un número considerable de lenguas y que es responsabilidad de esta generación lograr su reconocimiento y buscar su preservación.
“Muchas lenguas de aquí tienen hoy una vitalidad grande, pero tenemos que guardar en mente que la mitad de las habladas en Colombia lo son por grupos de menos de mil personas y están, por lo tanto, en una situación de precariedad preocupante. Este tamaño demográfico, que podía no ser problemático en épocas de aislamiento, cuestiona la sostenibilidad de la lengua en nuestra época de intercambios intensos”. Así explica esta situación el documento titulado 21 de febrero, Día Mundial de la Lengua Materna y Día Nacional de las Lenguas Nativas, del Ministerio de Cultura, que presenta un diagnóstico de esta realidad en el país.
El profesor Jon Landaburo afirma que “para mediados de este siglo más de la mitad de las lenguas que existen en el mundo habrán desaparecido”, con lo que habrá muerto un legado importante de la humanidad.
Pero las amenazas no están solo en el reducido número de hablantes. Los expertos y las propias comunidades advierten que, por ejemplo, el idioma wayunaiki, que hablan unas 500.000 personas de la etnia wayuu en la península de La Guajira, corre grave peligro si no se crean unas políticas sociales y lingüísticas que favorezcan su preservación.
“Nosotros tenemos vivo todo: el idioma, que es nuestra principal fuerza, nuestros elementos culturales e instituciones”, cuenta Andrónico Urbay Ipuana, miembro de la Junta Autónoma de Palabreros wayuu, en la ciudad guajira de Maicao. Y enseguida advierte: “Pero se está presentando un fenómeno en las escuelas de los municipios y es que nuestros niños juegan con otros niños que no son wayuu y están hablando a toda hora español. Entonces entienden el wayunaiki de sus madres, pero no lo hablan. El riesgo más grande para un idioma es que los niños no lo hablen”.
Los números no siempre permiten ver la dimensión del asunto. Aunque no más de 850.000 personas hablan las 68 lenguas nativas de Colombia, la verdadera importancia de estas está en lo que representan para el ser humano, como explica el anterior documento citado del Ministerio de Cultura: “Una lengua es un producto cultural eminente y también es condición para producir cultura. Es baluarte de identidad y elemento favorable a la cohesión social y a la gobernabilidad. En el caso de los pueblos indígenas instalados en sus territorios desde épocas muy remotas, la lengua conserva la memoria de conocimientos colectivos valiosos relacionados con el medio ambiente y su aprovechamiento armonioso”.
El habla del gitano
“Kamas te dikhen ame sar o them kai kamel o lac´himos (lashimos) thai o barimos, sam pale katar kako them kolombiaqo”: “Queremos que nos vean como un pueblo que merece respeto y admiración porque somos parte de esta nación colombiana”, dice una frase en rromané del texto que recoge la política pública cultural para el pueblo gitano.
Las lenguas dicen mucho sobre la historia. “Mi papá hablaba ruso porque era de la Unión Soviética y mi mamá hablaba polaco, pero la lengua era lo que los unía. Porque hay gitanos rusos, chinos, japoneses, americanos… pero todos tenemos en común nuestra lengua que es el rromanés, rromanó o shib rromaní”, relata Hernando Cristo, cuyo nombre gitano es Tosa.
Este patriarca de la kumpania (grupo familiar extendido) de Bogotá, complementa: “Ellos llegaron a Colombia después de pasar por muchos países porque los embarcaron en un tren cuando la guerra de Adolfo Hitler. Ellos eran niños, mi mamá tenía 14 años y mi papá como 9”.
El idioma palenquero
El idioma nativo de San Basilio de Palenque recuerda de cuando eran libres millones de personas que fueron secuestradas y luego esclavizadas en América, pues mantiene palabras y expresiones propias del bantú, un antiquísimo idioma africano que hablaban las víctimas del “comercio negrero” de los siglos XVI y XVII.
La exclusión y el marginamiento también afectaron a su lengua, la cual quieren hoy fortalecer. “En un tiempo, el palenquero casi quiso dejar de hablar su idioma porque cuando iba a la ciudad, a Cartagena o Barranquilla, sufría mucho porque se burlaban por su forma de expresarse”, relata Sebastián Salgado Reyes, miembro del Consejo Comunitario de Palenque, licenciado en lengua nativa y quien lleva 25 años como profesor de su idioma materno. “Cuando regresaban al pueblo, nos decían a nosotros, que éramos niños, que dejáramos de hablar la lengua para que cuando fuéramos a la ciudad no se burlaran de nosotros”.
Reclamo desde las islas
La lengua creole, de la población originaria de San Andrés y Providencia, tiene su base en el inglés pero con elementos de español, francés y holandés. El creole revela así lo que ha sido la historia de las islas, una amalgama cultural resultado de las muchas invasiones, poblamientos y cambios de dueño por haber sido un botín que tomaban por la fuerza piratas, corsarios y armadas que querían controlar ese sitio estratégico en el mar Caribe para ponerlo a los pies de los imperios a los que servían.
Los raizales, los nativos de las islas, también son multilingües: hablan español para los turistas del interior de Colombia, creole en la vida cotidiana e inglés en actividades comunitarias, en asuntos públicos y en los cultos de la iglesia bautista, la religión predominante en esas islas rodeadas por un mar igualmente diverso al que los folletos turísticos llaman “de los siete colores”.
Shanelle Kay Roca Hudgson, una chica de cabello esponjado que hace su carrera de Ciencias Políticas en EAFIT, pertenece a Dih Ruuts Projek, un colectivo de jóvenes raizales que desde Medellín trabaja por el desarrollo de las islas y el fortalecimiento de su identidad cultural. Ella reclama del Estado más apoyo a los procesos comunitarios de su pueblo raizal, pues desde el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, en 2012, “el gobierno nos pintó el paraíso, pero todo está en el papel”.
En esa decisión, Colombia perdió 75 mil kilómetros de mar Caribe que reclamaba Nicaragua, situación que afectó mucho a las islas. Entonces prometió ayudas económicas y políticas sociales y culturales que fortalecerían a sus habitantes, pero en el archipiélago consideran que no les han cumplido.
La compleja situación que viene
“Estas lenguas (las nativas) son extremadamente variadas en su estructura, tipo y origen (se piensa que solo las indígenas pertenecen a 13 familias lingüísticas distintas y que, además, hay 8 lenguas aisladas, sin parentesco con ninguna otra). Son el resultado de la adaptación de distintos grupos humanos entrados al territorio colombiano a lo largo de los últimos 15.000 a 20.000 años y representan, por lo tanto, un patrimonio cultural y espiritual, una memoria invaluable”, explica el Ministerio de Cultura.
El profesor Jon Landaburo afirma que “para mediados de este siglo más de la mitad de las lenguas que existen en el mundo habrán desaparecido”, con lo que habrá muerto un legado importante de la humanidad. La civilización mayoritaria, esta en la que se vive y que se denomina en forma genérica “Occidental”, se expande en forma acelerada y en su camino va destruyendo culturas y acabando lenguas.
“Unas 10 lenguas del mundo son utilizadas por el 90 por ciento de la población del planeta –afirma Landaburo–. Hay cosas que son producto de la historia que no se trata de negar, pero que nos enfrentan a un desafío grande porque también las ciencias del lenguaje han avanzado hasta comprender que una lengua no es un inventario de palabras que se pueden cambiar, sino una forma de pensar, de organizar el mundo, de estructurar el tiempo, el espacio, las cosas, la afectividad, la inteligencia, en fin… Y, además, es una memoria porque en las palabras, en los giros expresivos, está la memoria de lo que nos mueve a cada uno de nosotros: es un universo distinto a otros”.
Los idiomas nativos están en riesgo
El siguiente es el panorama de los idiomas propios del país, de las denominadas “lenguas nativas de Colombia”, de acuerdo con el diagnóstico que tiene el Ministerio de Cultura:
“Cinco lenguas están prácticamente extintas, pues ya no tienen casi hablantes: tinigua (1 hablante), nonuya (3 hablantes), carijona (más o menos 30 hablantes pasivos, es decir, quienes entienden pero no son capaces de hablarla), totoró (4 hablantes activos, 50 hablantes pasivos), pisamira (más o menos 25 hablantes).
Por lo menos otras 19 lenguas están en serio peligro: achagua, hitnü, andoke, bora y miraña, ocaina, cocama, nukak, yuhup, siona, coreguaje, sáliba, cofán, muinane, cabiyarí, guayabero, ette o chimila, kamëntsá y criollo de San Basilio de Palenque.
Al otro extremo, muchas lenguas tienen una buena vitalidad y se transmiten a las nuevas generaciones, pero hay señales de peligro y se debe construir su sostenibilidad. Entre estas están las 15 lenguas siguientes: wayunaiki, kogui, ika, wiwa, tule o cuna, barí, uwa, sikuani, curripaco, puinave, cubeo, tucano, wounan, embera e ingano.
Entre el gran peligro y la buena salud relativa de estas últimas, la mayoría de las otras lenguas (unas 30) está en una situación de equilibrio inestable y su suerte se va a definir en los 20 o 30 años que vienen. Entre estas están las siguientes: huitoto, ticuna, yukuna, yukpa, muchas lenguas del Vaupés, piapoco y cuiba”.